Ágora: La vida. Aquí y ahora
- Emanuel del Toro
- 10 mar 2019
- 5 Min. de lectura

La vida. Aquí y ahora. La vida que merezca ser hecha como tal, –la irrepetible experiencia personal de ser, total y llanamente plenos–, conjuga en un mismo acto, el atrevimiento propio de amar a diario de una sola pieza y sin mirar atrás, con la audacia de permanecer, –en la medida de lo posible–, ajenos a la tentación de anteponer el capricho de querer que todo lo que en ella sucede, sea al modo que nos da la gana, y concentrarnos en cambio, en el valor de comprometernos con la causa de la justicia moral en el más amplio sentido de la palabra. No hay mundo posible, [por imperfecto que este sea], sin el fundado reconocimiento de la dignidad personal como eje de la existencia de cualquier vínculo afectivo. Ni razón más valerosa para nuestro diario hacer, que la constante de entregar en cada acto, el total de nuestras capacidades para la formación de una sociedad en cuyo seno, se haga efectiva la promesa de ser cada día, mejores personas de lo que hasta hoy nos ha sido posible. Con qué eficiencia cumplimos dicha responsabilidad [sin comprometer por ello, la supervivencia de aquellos que nos rodean], ofrece fundamentos para conducir nuestra existencia, más allá de los condicionamientos aprendidos en nuestros primeros años de vida. Porque ‘ser’ lo que se quiere ser, depende más de lo que en efecto hacemos, que de lo que se supone podemos. De ahí que quien considera que por vivir al ‘límite de lo posible’, ha hecho lo suficiente para procurarse el más franco y entero bienestar personal, puede caer, –incluso sin darse cuenta–, en la paradójica condicionalidad de verse frenando la fuerza de sus acciones, bajo la ilusión de estar dando todo lo que puede. En ese sentido, el fundamento de ‘todo lo que podemos’, se halla siempre, un paso delante de lo que hemos hecho, hasta el punto de creer posible algo más. Que por regla general, suele sobrevalorarse como mejor. Sin embargo, mirar lo que se quiere ser, como fundamento de una inmejorable temporalidad posterior al ‘ahora’, con frecuencia conduce a la enajenación de un espacio relacional, permanentemente fuera de todo alcance, porque tan pronto conseguimos lo que en ese momento buscamos, lo presente se vuelve pasado. Y este a su vez, perpetuo futuro. Ahora es absolutamente todo lo que tenemos. Aquí y ahora, sin más, a eso se reduce la vida, a una fracción de tiempo indeterminado, sin opción clara de pervivir mucho más de lo que al momento podemos observar. Ese y no otro es el motivo, por el que con tanta insistencia se nos dice en todos lados, ‘vive el momento’ –aquí, ahora–, vive sin más consideración que la de sentir hasta la más íntima hebra de todo tu ser a flor de piel, con la totalidad de los sentidos percibiendo y sintiendo, no lo pienses, vive y siente, siente y vive, goza con entrega, absolutamente todo lo que haces, sin razones para cargar la experiencia de ataduras y quebrantos. Quizá sea por ello, que de todo lo que la vida puede ser, a lo que menos atención prestamos, –lo mismo por miedo, que por enajenación–, sea a su muy breve que su trayecto resulta. ¿El motivo? Lo mal que utilizamos el recurso de la fe, para creer que la existencia caduca con la muerte, como si de una mercancía se tratara. Es sorprendente la facilidad con la que la idea del ‘aquí y ahora’ se lleva, por vía de los excesos y el hedonismo, al paradigma de la inmediatez, una argumentación discursiva falaz, bajo cuyo resguardo, no existe mayor opción que el de perecer sin fin. En ese sentido, el problema de fondo, tiene que ver, no sólo con lo frívolo que se ha vuelto todo, desde que se ha decidido encarar cualquier tema bajo la perspectiva de la caducidad, sino también, con el escaso valor que atribuimos –sin razones reales para hacerlo–, a la más probable de todas las posibilidades, la de que morir sea, como cualquier otro elemento de la existencia, un espacio intermitente, pasajero y discontinuo de permanecer siendo, parte de todo lo que existe, en un modo nunca antes experimentado, de cuya esencia, no es posible probar razones en nuestro actual estado perceptivo, porque para hacerlo sería preciso renunciar a lo que desde siempre hemos creído que somos. Aquí y ahora, es vivir de tajo, en una sola pieza, con la totalidad de los sentidos entregados al propósito de ser nosotros mismos y nada más. Tan vital es toda experiencia de vida, que hasta no ver llegado su más profundo estadio; la muerte. Estaremos en posición de saber reconocer todo lo que a diario desperdiciamos en la vana seguridad de cumplir las expectativas de terceros. Porque no hay nada más innecesario que fundamentar lo propio, en el reconocimiento de criterios ajenos. Pensar que algo así tiene sentido, es tanto como imaginar que la causa de todos los males en este mundo se encuentra en cualquier parte menos en el propio mundo y que su solución depende de cualquiera, menos de uno mismo. Con perspectivas del estilo a lo más que se pude aspirar, es a creer que la partida está de antemano perdida, que las cosas son así y que mejor es vivir como otros esperan que lo hagamos, por lo que en vez de promover lo que hacemos desde el esfuerzo propio, elegimos ver la vida como una afrenta entre lo que creemos ser y lo que pensamos que se espera de nosotros. Un escenario de suma cero, donde o se pierde o se gana, pero jamás se medía absolutamente nada. O lo que es lo mismo, no se hace nada, ni tampoco se deja hacer a otros, y se piensa que el único de los caminos posibles es el de la adaptación, esto es el determinismo en su más abierta expresión, vivir bajo la óptica de un ‘lo que se puede’, que ni es el que queremos, ni mucho menos el que tenemos modo de hacer. Dentro de la jaula [del gran capital], me siento libre, y en efecto puedo serlo, tanto como me dé la gana, a condición de no cruzar jamás el umbral de lo propio. Porque entonces, la falacia del engaño fetichista de la acumulación, el capital, la inmediatez y la caducidad queda al descubierto en toda su expresión, y te vuelves un proscrito. El loco de los rollos interminables, al que se le fueron las cabras al monte, él que se quedó en el viaje, él raro que con nada se conforma, al que nunca haz de ver, porque no sea que un día se te ocurra empezar a reconocer que todavía quedan entre tus propias opciones muchas por gastar, antes de llegar al hartazgo de la renuncia. Una idea que si bien a todos nos ha cruzado por la mente, resulta una cuestión que a diario intentamos evadir, porque el fondo somos conscientes, de que no estamos ni remotamente dispuestos a hacer la mitad de lo que deberíamos, si admitimos que el modo de vida que llevamos, es un total y llano engaño que todo lo vuelve relativo y superfluo. Y que si vivimos tan mal como lo hacemos, es por mera comodidad, porque nos da mucho miedo el aquí y ahora.