Ágora: Dinero y solidaridad
- Emanuel del Toro
- 14 abr 2019
- 4 Min. de lectura

Dinero y solidaridad. Un comentario personal en torno a los efectos perversos de la concentración de la riqueza sobre la salud de nuestra sociedad.
El que mucho tiene se destruye de a poco –decía mi abuelo Luis. Y qué razón tenía. No conozco ejercicio humano más conflictivo e innecesario que el de acumular dinero. Poco importa si se lo piensa como un instrumento financiero de libre cambio cuyo cometido principal es la conservación del valor de lo que somos capaces de producir. ¿La razón? –aunque reconozco que existen muchas más consideraciones alusivas, algunas incluso sumamente divergentes con la posición que aquí adopto–, es muy simple: los efectos perversos que tiene sobre la psique humana y nuestra capacidad de ser solidarios.
Aún con lo que se quiera refutar respecto la función que el dinero ocupa en el intercambio de bienes, así como en la preservación del valor, si algo demuestra la historia económica de los últimos cinco siglos, es que en grandes concentraciones, el dinero tiende a provocar aislamiento, lo que a su vez hace que las personas desvíen su moral, –esto es la capacidad para distinguir entre el bien y el mal–, así como la concentración que muestran por lo realmente importante en la vida; generalmente, quien tiene mucha riqueza, muestra mayor propensión a sufrir todo tipo de afecciones perceptivas y desórdenes mentales capaces de afectar su capacidad personal para relacionarse socialmente. Desordenes que por la toxicidad de su origen, así como por la profundidad con que influyen los actos diarios, degradan incluso sin sospecharlo, nuestra condición humana como entes socialmente complejos, reduciendo el tipo de opciones disponibles, a la más mínima expresión sensitiva [entre dolor, placer o la más absoluta indolencia], lo que a su vez tiene efectos desestabilizadores sobre la textura del tejido social y la calidad de nuestra vida pública, porque a través de la fetichización de los valores que la acumulación genera, se privilegia toda una serie de problemas tales como aislamiento, indisposición para colaborar con otros, o ausencia de solidaridad, confianza y o reciprocidad. Lo que en última instancia lleva a la atomización del individuo, misma que deriva en un crónico sentido de vulnerabilidad, abriendo la posibilidad de afecciones colectivas, cuyos efectos prácticos pesan sobre todos los miembros de una sociedad. En ese sentido, lejos de lo que propone la sabiduría popular, generalmente, más dinero no significa mayor bienestar personal, sino antes bien menos empatía, mayor frustración y creciente insatisfacción ante la pérdida de los límites. Porque si bien tener más dinero no hace necesariamente mala persona a quien lo posee. Disponer una amplia variedad de opciones materiales para satisfacer lo que se quiera, suele interferir la habilidad para identificar las emociones y necesidades de quienes nos rodean. Porque quien tiene mucho, no depende en lo absoluto de la intervención de otros para sobrellevar su propia existencia. Por el contrario, en lo general, para quien menos tiene, cooperar con otros en igualdad de circunstancias, resulta un principio de vida ineludible, en la medida que su propia existencia, se percibe como un estado crónico de vulnerabilidad. Donde por regla general, nadie es capaz de salir adelante si no es anteponiendo sus intereses personales más inmediatos al provecho de la sociedad a la que pertenece.
Lo que exige crear y promover el ejercicio de la reciprocidad, así como fuertes lazos de confianza interpersonal y solidaridad, aquello que la ortodoxia de la Ciencia Política pomposamente llama "capital social". Sin embargo, la cosa no para ahí, antes bien, la tendencia que muestran quienes más tienen para sobrellevar la vida en condiciones de severo aislamiento, que desensibilizan su psique, viene en buena medida alimentada por una lógica inversa entre quienes menos tienen, de mostrarse recelosos frente a la opción de establecer lazos de reciprocidad entre quienes percibe como sus iguales y quienes muestran mejores condiciones de vida; lo que explica en buena medida lo difícil que resulta establecer canales de mutuo entendimiento entre diferentes clases sociales que trasciendan las barreras perceptivas que conforman su interacción social, inercia cuya lógica sólo suele ser parcialmente desmontada, en momentos de crisis, donde se halla amenazada la propia supervivencia, pero que tan pronto son superados, retoma su cauce habitual.
¿Y entonces? No todo en la vida es cuestión de dinero, la cosa es que si el mismo interés que esta sociedad de consumo y dispendio, pone a la continua adquisición de artículos que no necesita, fuera puesto en cubrir y sanar nuestras carencias psico afectivas, haríamos por todos, muchísimo más de lo que hasta hoy hemos hecho con nuestro modo de vivir, para lavar las culpas de propios y extraños con todo tipo de modas superfluas, que no resuelven nada y en cambio acrecientan todos nuestros problemas. De qué estamos más cerca entre el desastre irremediable de perder lo más por lo menos y la alternativa de asumir los costos de nuestra perenne vocación por la inmediatez, es sin duda un dilema del cual penden nuestras opciones presentes para establecer nuevos aprendizajes sociales orientados más allá de la satisfacción mercantilista. Porque al punto en el que hoy estamos, es materialmente imposible seguir como hasta ahora, sin ver por ello coaptadas nuestras vidas, por drásticos efectos sociales y ecológicos, a no ser claro, que nuestro objetivo sea la aniquilación de lo que como sociedad somos. En ese sentido, resulta triste pensar que hoy tengamos mucho más que comprar de lo que utilizamos para compartir.