Ágora: ¿Y después qué?
- Emanuel del Toro
- 10 jun 2019
- 3 Min. de lectura

¿Y después qué?
Justicia social –me dijeron toda la vida mis abuelos–, es no dejar de creer que la dignidad personal importa como fundamento de una sociedad; pero qué razones hay –nos preguntamos todos cotidianamente–, para pensar que esto sea cierto, ahí donde lo que prevalece es la regularidad con la que, –sin razón aparente–, día con día se cometen numerosos atropellos en cuyo ejercicio se vulnera la integridad de todo tipo de personas con exactamente el mismo caudal de miedos, virtudes y despropósitos que nos caracterizan a todos.
Estoy harto de pensar que en efecto esta sea el único modo de hacer las cosas, cuando ha sido justo por ese modo de pensar que nos hemos vuelto lo que somos: Una sociedad miserable e indolente, donde es más fácil pensar en el último grito de la moda o la más reciente tendencia viral que se comparte por redes sociales, que en los problemas que a todos nos afectan realmente.
Porque cuando no se trata de violencia, corrupción, pobreza y exclusión, se trata de cómo las mismas autoridades que debieran existir para cuidar nuestros intereses, terminan haciendo las veces de agresores y verdugos. Y sin embargo, en todos los casos la constante es la misma, se puede llegar a decir tanto pero lo cierto es que por mucho que se diga, al final nunca cambia nada. Porque no guste o no, de lo que aquí hablo, todo el mundo lo sabe: No tenemos ni de lejos la mejor de nuestras versiones.
Empero el problema no es que lo sepamos, tanto como que estemos por ello dispuestos a pagar el precio que corregir tales distorsiones exige. Porque mientras la idea de pensar en los problemas que a diario vivimos se quede sólo en idea, es mucho lo que puede llegar a considerarse, pero hasta no ver que la ciudadanía muestre la audacia de exigir que las cosas funcionen como en efecto deben hacerlo, cualquier opción de mejora habrá de permanecer como hasta ahora, supeditada al mezquino capricho del cortoplacismo.
Entre tanto por lamentar, no puedo sino pensar que si no sabemos reír, justo será que tampoco se sepamos llorar. México duele, cala hondo; muy, muy hondo. Indigna, avergüenza pero ya no sorprende, su malestar se ha vuelto crónico, convulso y pendenciero. Lejos está de importarle ‘el qué dirán’ de sus ciudadanos, que llevan décadas en el más absoluto de los desamparos.
Hoy no hay siquiera para pensar en la decepción de ver como se vuelve todo más turbio. Como si fuera que la realidad jugara apuestas con la ficción para ver quién se lleva las palmas en aquello de mostrar el más grosero de sus rostros. Y después qué. Espero por el bien de todos, que esta que aquí describo, no sea una historia latinoamericana mágico realista de esas que siempre van de mal en peor y terminan con más mierda como última opción.
El punto es que si de verdad creemos en la justicia social y la democracia como fundamento de lo que a diario hacemos, para formar sociedades cada vez más equilibradas, es preciso tener el valor de exigir que las cosas se hagan lo mejor posible. En caso contrario, será muy poco lo que la inconformidad con las injusticias que vivimos produzca.
Y no, a diferencia de lo que hoy se dice por doquier, yo estoy muy lejos de creer que bastará para lograrlo con cambiar de partido político gobernante, por la sencilla razón de que los males más importantes de este país llevan incubándose desde hace generaciones, y será de necesariamente de la misma manera que se logre corregirlos, a través de la paciente y persistente construcción de instituciones que verdaderamente produzcan el tipo de resultados por los que es tan altamente valoradas las democracias.