Vislumbres: A 90 años del fin de la rebelión cristera
A 90 AÑOS DEL FIN DE LA REBELIÓN CRISTERA
Tercera parte y concluye
EL TRISTE PAPEL DE LOS ALCALDES Y LOS DIPUTADOS. –
En la primera parte se dijo que, tal y como se comprobó después, el presidente Calles impuso al diputado federal Francisco Solórzano Béjar como gobernador en Colima, para realizar en la entidad una especie de experimento político cuya pretensión era someter al clero católico mediante la aplicación irrestricta del Artículo 130 de la Constitución. Pero lo que no se dijo es que Solórzano no tenía equipo en Colima y casi nadie lo conocía, puesto que aun cuando nació allí, desde muy pequeño vivió en la capital del país.
Esa dificultad, sin embargo, no le pareció insalvable ni a Calles ni a él, pues para eso podía contar con el apoyo de algunos paisanos, como el senador Higinio Álvarez García, que presidía en Colima el Partido Independiente, y que operó junto con algunos diputados del Congreso local para defenestrar (sin causa probada, acusándolo de ser clerical), al gobernador Gerardo Hurtado Suárez.
No por menos, pues, en cuanto Solórzano Béjar asumió la gubernatura interina, el 14 de mayo de 1925, comenzó a “ajustar cuentas contra los funcionarios del régimen” anterior, y a meter, según él, orden en la entidad, presionando a esa fracción favorable del Congreso para ordenar “la suspensión de los ayuntamientos de Tecomán, Cuauhtémoc, Ixtlahuacán y Comala” y la “reposición” del ayuntamiento de Colima, a cuyos alcalde y funcionarios habían “desconocido” tiempo antes “los diputados partidarios del exgobernador [Hurtado]”. Poniendo en lugar de todos ellos a individuos muy bien identificados con el Partido Independiente.
Y no había cumplido aún un año en su ejercicio cuando, el 20 de enero de 1926, envió un telegrama al secretario de Gobernación (que casi 80 años después localizó la historiadora Blanca Gutiérrez Grajeda), jactándose de haber “nacionalizado, por acción de este Gobierno [los] edificios [del] Obispado, Seminario, Colegios, Casas Curales”, entre otros, con lo que demostró que ya se había contrapunteado con todo el clero colimote y con no pocos creyentes de la entidad, a los que, por lo visto, había querido, “picar la cresta”. Tal vez con la intención de presionarlos al máximo para ver cómo salía el experimento que junto con Calles habían planeado.
Es de suponer, sin embargo, que sus disposiciones no estaban siendo cabalmente aprobadas por todos los integrantes de la clase política colimota porque casi inmediatamente se vio en la necesidad de forzar a los diputados locales y a los presidentes municipales a seguir su plan de acción en contra del clero, previa advertencia de que les podría suceder si no se prestaban a hacerlo. Y para demostrar esto que afirmo vale la pena resaltar, como un mero ejemplo, la amenaza contenida en los Artículos 6° y 7° del Reglamento de Cultos que Solórzano promulgó el 24 de marzo de 1926, con el que se encendió la mecha del conflicto armado:
“Artículo 6 ° (Fragmento). – Los Presidentes Municipales cuidarán de que se cumpla estrictamente con lo ordenado por el artículo 130 de la Constitución…
Artículo 7°. – Los Presidentes Municipales de cada lugar, que guarden lenidad (blandura o miedo) en la aplicación de este Reglamento, serán suspendidos en sus funciones, imponiéndoseles por el Ejecutivo del Estado una multa hasta por doscientos pesos, quedando inhabilitados por diez años para [desempeñar] cualquier cargo o empleo público del Estado”.
Lo que equivale a decir que, en leguaje ranchero, Solórzano les gritó: “O cabrestean o se ahorcan”. Y algunos no resistieron la presión y se vieron obligados a “cabrestear”, convirtiéndose en enemigos gratuitos de los cristeros, entre los que solían tener conocidos, familiares o amigos.
Comportamiento muy similar al que los diputados locales integrantes de la XXV Legislatura tuvieron también, desempeñándose como verdaderos lacayos del gobernador y como elementos sumisos al presidente Calles, al no dudar, por ejemplo, para aprobar la reforma constitucional que posibilitaría que el ex presidente Obregón fuera reelecto. Mientras que en muchas de sus actas calificaban como “fanáticos” a los cristeros.
PRIMAVERA DE 1929. –
En mayo y junio de 1927, sin embargo, se realizaron nuevas campañas electorales, y el primer domingo de julio fue electo como gobernador don Laureano Cervantes. Por lo que los cristeros llegaron a creer que, a partir del 1° de noviembre, una vez desaparecido Solórzano Béjar del escenario local, las cosas podrían ser mejores para ellos, pero no fue así, porque ya para entonces el presidente Calles estaba empecinado en derrotar a los rebeldes a como diera lugar, y les dio a los gobernadores, a través de sus respectivos congresos locales, “facultades extraordinarias en los ramos de Hacienda y Guerra”.
Dos años después la realidad era otra, y en vez de haber sido sometidos, los grupos de los cristeros habían crecido y mantenían su moral muy alta, mientras que los soldados federales, y los agraristas armados, católicos en su mayoría también, no se sentían muy ganosos de pelear contra sus hermanos de fe y se resistían a perder sus vidas por las cortas pagas que recibían.
Noticias de todo esto cundían en varios países, enviadas por los corresponsales de algunos periódicos estadounidenses, y era muy claro que por cada derrota que los cristeros infligían al Ejército Mexicano, Calles, titular entonces de la Secretaría de Guerra y Marina, se sentía totalmente en ridículo y deseaba terminar lo más pronto que pudiera con el conflicto que él mismo había iniciado. Y para eso utilizó dos estrategias paralelas: promover pláticas con los obispos mexicanos con la intención de llegar a los “acuerdos de paz”, que ya comentamos antes, y realizar un último esfuerzo para derrotar al mayor número de cristeros que le fuera posible vencer, para que los acuerdos que se lograran no fueran una victoria pírrica.
Así las cosas, mientras por un rumbo encaminaba los dichos “acuerdos”, aprovechó, por otro, la derrota del general José Gonzalo Escobar en Jiménez, Chihuahua y, tal como lo advertimos en la segunda parte, dio la orden al general triunfador, Eulogio Ortiz, para que con todos los trenes que le fuera necesario utilizar, transportara un ejército de 5,000 hombres hacia Colima.
En Colima estaba, hasta esa fecha, como encargado de la Jefatura de Operaciones Militares y haciendo los mejores esfuerzos que podía, el general oaxaqueño Heliodoro Charis. Pero algunos testigos vieron que cuando un día de mediados de mayo de 1929, llegó finalmente a Colima el general Ortiz, éste no le hizo ningún reconocimiento al jefe Charis; dando así a entender a entender que había sido incapaz de derrotar a las guerrillas cristeras.
En ese mismo tenor, ciertos testigos le informaron al padre Enrique de Jesús Ochoa, principal cronista de estos hechos, que el día en que llegaron “en largos trenes militares, las tropas callistas del dicho general Ortiz”, éste las hizo marchar desde la estación del tren hasta el centro de Colima, “haciendo lujo de su gran poderío bélico, pretendiendo infundir pánico” entre la población, de tal suerte que “en espectacular desfile” pasaron por “la calle principal, los 5,000 soldados que acababan de llegar, con todo su armamento (que ya incluía ametralladoras) y una excelente caballada traída del norte; de gran alzada, fuerte, de color rojo retinto casi toda”. Durando ese desfile “jamás visto en Colima”, desde “las primeras horas de la mañana hasta el medio día”.
Los mismos testigos informaron que “altivo, soberbio, altanero como ninguno, Eulogio Ortiz llegó a Colima”, creyendo que con la primera acción que emprendiera contra los cristeros lograría hacer lo que no habían podido ni el general Manuel Ávila Camacho, ni el ex secretario de Guerra, Joaquín Amaro. Y le dijeron también que “por conducto del Presidente Municipal (que por aquellos días era J. Benjamín Ortiz) citó a Palacio de Gobierno a todos los hacendados, ganaderos, comerciantes e industriales” del Estado, culpándolos “con gritos de cuartel” de ser todos ellos culpables de que los cristeros no sólo siguieran existiendo, sino que se hubiesen multiplicado, porque ellos los sostenían. Pero que él “acabaría con todo en 24 horas” y que, si no lo lograba y los cristeros aparecían de nuevo, regresaría a Colima para acabar con dichos señores. Promesas que sin embargo no pudo cumplir porque cuando se enfrentó a los cristeros del Cerro Grande y del Volcán, ellos, parapetados en lo más alto, entre las rocas y los árboles, les causaban numerosas bajas y se retiraban de allí, hacia campamentos y desfiladeros cada vez más altos.
También contó Ortiz con el apoyo de aviones armados con metralletas y mecanismos para soltar muy primitivas bombas que, al ser visibles desde muy lejos por los cristeros, tenían tiempo suficiente para moverse a unos metros de donde iban a caer, sin que realmente les causaran bajas o les hicieran daño, pero dejando, eso sí, grandes huecos en el suelo, que después fueron utilizados para dar sepultura a los numerosos cadáveres de los soldados federales norteños que, desconocedores totalmente de la geografía de Colima, vinieron a enfrentar la muerte.
EL ÚLTIMO REDUCTO. –
El hecho de ser tantísimos soldados federales, sin embargo, les rindió algunos frutos, primero porque se posesionaron de los cuarteles y los fortines que los cristeros tenían en las laderas más bajas de las dos montañas mencionadas y, segundo, porque sin saberlo, les cortaron a los éstos sus principales líneas de provisión y abastecimiento. Habiendo tenido que treparse hasta escondites más altos de las montañas, en donde comenzaron a padecer hambre y mayores incomodidades.
Cuenta, en ese sentido, el padre Ochoa que, cuando los guardianes de El Borbollón habían derrotado a las fuerzas de Eulogio Ortiz y éstas se habían retirado, para reposar, hasta San José del Carmen, Jalisco, que no queda lejos de allí, los cristeros salieron triunfantes a recoger el campo, capturando una buena cantidad de armas y parque, y dando cristiana sepultura, en los mismos boquetes que habían abierto las bombas, a varias decenas de cuerpos de los soldados norteños. Dice, además, que cuando ya se habían retirado a comer y a dormir, cansadísimos como todos estaban, una niebla muy densa y la pesadez del sueño les impidieron darse cuenta de que, llegando en plan de refuerzo para los soldados de Ortiz, los soldados de Charis se metieron hasta los fortines de El Borbollón, sorprendiéndose unos y otros. Teniendo los afortinados que huir corriendo hacia su cuartel principal, que se hallaba unos pocos cientos de metros más arriba, en una posición que no era fácil defender. Y que los soldados de Charis, ignorantes de lo que les había sucedido a los de Ortiz, se fueron siguiendo a los cristeros quienes, habiendo advertido a su general, Miguel Anguiano Márquez, herido por una bala y casi imposibilitado para caminar y montar, decidieron salir de allí, cargando con todos los enfermos que tenían en un hospitalito anexo, e irse con rumbo a la cima del Cerro Prieto, que es otra gran montaña ubicada junto al Volcán y al Nevado, pero que desde Colima no alcanza a distinguirse.
Y precisa el padre Ochoa que “era la tarde del jueves 4 de julio cuando allá, sobre la cima de Cerro Prieto, en las faldas occidentales del Volcán de Colima, en aquellos días de hambre, frío excesivo, habitación a la intemperie, bajo la sombra de los altos pinabetes […] se tuvieron las primeras noticias, ya ciertas e inequívocas de los arreglos, y de cómo ya en otros lugares, se había procedido a licenciar a los soldados cristeros”.
El general Anguiano era quien debía ir hasta Colima para enterarse de los pormenores e instruir después a sus subordinados sobre lo que tendrían que hacer en lo sucesivo, pero viéndolo imposibilitado de trasladarse debido a la herida que aún no sanaba, el padre capellán se ofreció para ir en su lugar y, habiéndolo decidido así, él y una escolta se fueron, faldeando por el Volcán, para seguir por San Marcos, Caucentla, Montitlán y demás ranchos y rancherías, hasta llegar a la capital del estado la noche del 7. En donde inmediatamente se contactó con don Arcadio de la Vega, un conocido suyo de mucha confianza, para que en la mañana siguiente fuera a informarle al general Charis que el padre capellán de los Cristeros del Volcán de Colima quería entrevistarse con él, pero solicitándole plenas garantías.
Charis se comprometió a ello y el 12, por la mañana, se vieron en la Jefatura de Operaciones, para concertar el licenciamiento de los cristeros de Colima. El general oaxaqueño fue respetuoso con su palabra y, poco a poco, resignados, pero no derrotados, los diversos grupos cristeros fueron entregando sus armas.
Hubo algunos, sin embargo, que, temiendo un acto de traición, entregaron puras armas viejas y conservaron en lugares escondidos las mejores que tenían. Habiendo sido así como “los cruzados de Cristo, cubiertos de tierra, destrozada la ropa, tuvieron que volver a sus hogares, llevando las cicatrices de las heridas abiertas en la lucha, llenos de pobreza y miseria, y sufriendo en muchas ocasiones el desprecio aun de los que los habían aclamado en los días de sus triunfos”. Encontrándose muchos de ellos con que ya no existía su antigua casa, o que no estaban en ella sus padres o sus esposas, que, o habían muerto, o “consumidos por las penas” y la falta de recursos “habían tenido que emigrar”.
El episodio que siguió fue, para muchos, más funesto que los anteriores, porque poco a poco los esbirros del “supremo gobierno” los comenzaron a venadear, siendo así que “sólo en el primer año de infortunada paz, murieron, asesinados, casi la mitad de los jefes cristeros de Colima, y los que escaparon fue porque pudieron huir a tiempo”.
PIES DE FOTO. –
1.- El padre capellán tuvo que suplir al general Miguel Anguiano Márquez, en los encuentros que se tuvieron con el Jefe de las Operaciones Militares en Colima para realizar el “licenciamiento” de los cristeros.
2.- El general Andrés Salazar, comalteco de origen, jefe de los cristeros del Cerro Grande, posando junto con el general Heliodoro Charis, en el momento que los rebeldes de la región entregaron sus armas.
3.- Cima del Cerro Prieto, último reducto de los cristeros del Volcán de Colima.