Vislumbres: Una travesía trascendente (Octava parte)
UNA TRAVESÍA TRASCENDENTE
Octava parte
UN LARGO PARÉNTESIS EN LA ISLA DEL “MAL HADO”. –
Guadalajara, pues, quedó finalmente fundada en febrero de 1542, pero en el ínterin de su fundación y de los demás acontecimientos que hemos venido refiriendo, sucedieron algunos eventos que intervinieron en esa secuencia y que, sin buscarlo sus protagonistas, luego dieron pie a numerosas series de hechos han trascendido hasta hoy. Pero para poder hacer alusión a ellos, permítanme los lectores retroceder 15 años y hacerles una pregunta: ¿Se acuerdan de Pánfilo de Narváez?
Por si lo recuerdan o no, debo mencionar que este capitán español, gran amigo de Diego de Velázquez, el gobernador de Cuba, fue también uno de los muchos malquerientes que Hernán Cortés se ganó a pulso con algunas decisiones que tomó, y que pasado el feo encuentro que ambos tuvieron, y en el que quedó tuerto, un día regresó a España, en donde pudo acreditar ante el rey algunas de las acciones en que participó durante la conquista de Jamaica y Cuba. Por lo que le fue concedido, a principios de 1527, el rango de “Adelantado” y gobernador, en su caso, “de todas las tierras que conquistase” en La Florida, que hasta entonces seguía sin explorar.
Así, pues, ya que Narváez tuvo en sus manos semejante nombramiento, invirtió todos sus bienes y contrató fuertes préstamos para avituallar cinco grandes barcos y mandó hacer un pregón invitando a cuantos quisieran participar en esa gran empresa. Habiéndose enlistado alrededor de 600 varones y algunas mujeres.
Cuenta una excelente crónica que “Narváez se hizo a la mar en Sanlúcar de Barrameda el 17 de junio de 1527”, pero con tal mala suerte de su parte que, habiendo sufrido algunas deserciones en Santo Domingo, y habiendo padecido pérdidas y destrucción por algunos eventos ciclónicos en Cuba, sólo logró llegar a La Florida el 12 de abril de 1528, con menos barcos y 400 hombres.
Quiso entonces explorar por tierra, desembarcó con 300 y envió a sus barcos a un puerto ya conocido por sus pilotos, cerca del río de Las Palmas, pero le fue muy mal porque se adentró por las zonas extremadamente pantanosas que en la zona existen, y poco a poco comenzaron a extraviarse, a padecer hambres y enfermedades y a ser víctimas de los indios que les comenzaron a dar caza, persiguiéndolos constantemente.
Llevaban cuarenta caballos, pero de nada les servían en aquellas lodosas tierras llenas de mangles y otros árboles muy parecidos, y a veces fue necesario matar algunos para tener que comer.
Al cabo de varias semanas de sufrir todos esos descalabros, llegaron a un río más o menos caudaloso, armaron unas grandes balsas y lograron salir a la costa, muy cerca de la desembocadura del río Mississippi, donde un fuerte “norte” (mal tiempo) hizo zozobrar en la que iba Narváez y “ya nunca se volvió a saber de él”. Quedando varios de sus compañeros varados por algunos meses en una isla que con demasiada ironía bautizaron como la “isla del Mal Hado” (o mal destino, para que nos entendamos mejor).
Entre los muchos hombres que desde Cádiz vinieron con Narváez, estaba un muy experimentado soldado castellano que se llamaba Alvar Núñez Cabeza de Vaca, de entre 35 y 37 años de edad. Un soldado muy curtido y resistente que, andando el tiempo, se habría de convertir en un individuo de fama mundial, y que mucho tuvo que ver (sin quererlo, insisto) en los planes de conquista y exploración que desarrolló el Virrey Mendoza a partir de que incidentalmente se encontraron el 24 de julio de 1536.
MIL LEGUAS ATRAVESANDO LAS GRANDES LLANURAS. –
El asunto fue que Narváez murió y que, de quienes lo acompañaron por tierra, sólo unos 15 lograron sobrevivir, quedado en calidad de esclavos de unos indios seminolas que vivían en el pueblo de Apalache. Mismos de los que cuatro de ellos fueron posteriormente canjeados por pieles a otra tribu emparentada, con la que permanecieron alrededor de tres años, desnudos, hambreados y padeciendo muy malos tratos; aunque aprendieron, sin embargo, a sobrevivir, a entender los dialectos que aquellos hablaban y a conocer la geografía de la región, tras realizar las muy las largas caminatas migratorias que anualmente esas tribus solían emprender.
En algún determinado momento de 1530 o 1531, “Alvar Núñez Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera; Alonso del Castillo Maldonado, natural de Salamanca; Andrés Dorantes, natural de Béjar, y Estebanico, negro árabe natural de Azamor, Marruecos”, lograron escaparse de su cautiverio y “yendo siempre a donde se pone el sol”, empezaron a caminar con la idea de llegar a las costas de la Mar del Sur en la Nueva España, en donde suponían que se encontrarían “otros cristianos”, pero sin saber que tendrían que recorrer para eso más de 4,500 kilómetros y atravesar todos los actuales estados de Florida, Georgia, Alabama, Misisipi, Luisiana, Texas, Nuevo México, Arizona, Sonora, Sinaloa, Nayarit, Jalisco y Michoacán, antes de llegar a la ciudad de México, el día 24 de junio de 1536, que les comenté arriba. Cuando Alvar Núñez y sus tres muy enjutos y curtidos compañeros se encontraron, como quien dice de tú a tú con el virrey y con Hernán Cortés, a quienes hubieron de narrar, durante muchas horas, sus muy interesantes relatos, en los que se hablaba se haber visto bosques inacabables, poderosos médicos brujos, indios de muchas lenguas, ríos inmensos, llanuras interminables, y unas extrañas ciudades encaramadas en las concavidades de algunas montañas, en las que había casas de cuatro pisos y más, y unas “ciertas vacas gigantes”, a las que supuestamente algunos indios llamaban cíbolos, pero que no eran otra cosa más que bisontes.
De todo eso salió luego el libro que Alvar Núñez tituló “Naufragios”, y que desde se publicó la versión preliminar hacia 1540 (que posteriormente fue corregida y aumentada), se convirtió en uno de los primeros “best sellers”, diríamos hoy, de todo el vasto imperio español. Dándole a su autor importantes dividendos económicos, y una fama que lo llevó después a recibir también el nombramiento de “adelantado” para ir a explorar la desembocadura del Río de la Plata y aún más allá, donde finalmente murió.
EN BUSCA DE LAS SIETE CIUDADES DE ORO. –
Pero lo que quiero resaltar aquí es que el día (o los días) en que Alvar Núñez y sus tres compañeros estuvieron platicándoles a Hernán Cortés y al virrey sus increíbles aventuras, estaba también presente el vice-comisario de la orden franciscana, un fraile muy imaginativo que llevó el nombre de Marcos de Niza, y que entre sus grandes anhelos de vida tenía, al igual que muchos de sus compañeros, el de evangelizar “a la nueva humanidad” que Dios Nuestro Señor les había puesto en los indios, “del otro lado del mar”. Un hombre religioso que, muchos españoles de su época, había leído, o había oído hablar de la leyenda de “siete ciudades de oro”, entre las que una de ellas de llamaba Cíbola.
Por lo que sucedió después, hemos de creer que el fraile y el virrey quedaron hondamente sacudidos por las vívidas descripciones que sobre aquellos lejanos territorios del norte les dieron Dorantes, Castillo, Núñez y Estebanico, y que, entre todas ellas, no dudaron en correlacionar el nombre de los cíbolos con el de la mítica ciudad. Todo esto porque el virrey comisionó al fraile para que, guiado por el “negro árabe”, emprendiera su propio recorrido por una parte al menos de las tierras que aquéllos atravesaron, iniciando su viaje un día no registrado de 1537.
De conformidad con lo que dice el libro de los “Naufragios”, hemos de creer que Fray Marcos de Niza, Estebanico y el grupo de cargadores y acompañantes que el virrey puso bajo sus órdenes, desandaron la ruta por donde el negro había llegado y que, habiendo salido desde México se fueron hacia Compostela; desde donde partieron hacia Culiacán; para atravesar, por Sonora, un tramo de la cordillera que conocemos como Sierra Madre Occidental, antes de adentrarse, finalmente, en el actual Estado de Nuevo México. Donde Estebanico y sus tres amigos habían podido ver lo que para ellos fueron sorprendentes “ciudades de casas grandes”, pero que ya incluso por entonces no eran más que las ruinas muy bien conservadas de unos pueblos abandonados que construyeron los enigmáticos Anasazi. Indios de los que, como bien lo saben hoy los arqueólogos y los antropólogos, descienden, entre otros, los indios hopi, los navajos, los apaches y puede que incluso hasta los rarámuri o tarahumaras, que siguen construyendo algunos habitáculos muy parecidos.
Pero al pobre de Estebanico lo mataron los Háwikuh de Nuevo México y el imaginativo fraile no tuvo más remedio que regresarse a México.
Le debió de haber costado mucho el advertir la situación de abandono de las notables “ciudades” que le había tocado ver de lejos, pero como quiera que fuese, sí vio los cíbolos (o bisontes) y, es de suponer que, para que le creyeran sus dichos, cargó a varios de los acompañantes que le quedaban con pieles de aquellas “vacas” y algunos utensilios y vasijas de las que fabricaban los indios de esas regiones; y se llevó él dos o tres esmeraldas y un buen puño de turquesas, refiriendo al llegar nuevamente a México, que se había encontrado las legendarias “siete ciudades de Cíbola”, pero sin atreverse a entrar en ellas, por no llevar suficiente aparejo para poder hacerlo.
LA MENTE CALENTURIENTA DEL VIRREY MENDOZA. –
Casi dos año esperó el virrey el regreso de fray Marcos de Niza y, tras de haber escuchado las muy realistas descripciones que el religioso hizo de todos los paisajes por él recorridos, y sin cuidarse demasiado en quitar de ellas algunos puntos que indudablemente quedaron oscuros, Mendoza decidió que había llegado el momento de propiciar un par de expediciones que fueran en busca de esa “Nueva Tierra”, y comenzó a buscar quién se hiciera cargo de ellas.
Se sabe, en este último sentido que, cuando él (el virrey) pasó el Atlántico hacia la Nueva España, se hizo acompañar de un gran séquito de amigos, conocidos, familiares y sirvientes de todos ellos. Comprometiéndose a tratar de beneficiarlos con algún cargo burocrático, con el repartimiento de algún pueblo de indios, con la explotación de alguna mina o cosas por el estilo.
Y que entre aquella nueva colección de hispanos hubo uno: Francisco Vázquez de Coronado, hijo de un gran amigo suyo, por el que tuvo una muy notoria predilección.
Coronado, como se le conocería normalmente después, llegó en efecto a México en 1535, en el mismo buque que llegó el virrey, pero cuando sólo tenía 25 años de edad. Era un joven rico y bien parecido, y se casó pronto con doña Beatriz de Estrada, hija de don Alonso de Estrada, el tesorero de la Nueva España, quien por supuesto aportó una jugosa dote al matrimonio de su querida hija.
Gracias a esos dos grandes influyentes, Vázquez de Coronado ascendió muy rápido en la burocracia virreinal y, tres o cuatro años más tarde ya era el gobernador de la Nueva Galicia, cuya sede estaba, como lo hemos visto, todavía en Compostela.
Al virrey, pues, no le gustaba complicarse la vida demasiado y, sabiendo que en el ambicioso Vázquez de Coronado habría de encontrar al candidato idóneo para encabezar una de las expediciones que tenía previstas, le ordenó irse preparando para tal propósito, mientras que, por otra parte, buscó al que encabezaría la expedición que pensaba enviar por mar.
Ese otro capitán se llamaba Hernando (o Fernando) de Alarcón, nacido en Trujillo, España, hacia 1500, y al que el virrey ordenó trasladarse hacia el puerto de Acapulco para que se encargara de proveer y disponer lo necesario para los dos navíos que tenía dispuestos para realzar la travesía.
UNOS QUEBRADOS, OTROS ENDEUDADOS, PERO TODOS GASTADOS. –
Pero don Antonio no era tan munificente o liberal para gastar o invertir como lo había sido Hernán Cortés y, no queriendo endeudarse ni gastar de su dinero, durante los primeros meses de 1540 mandó pregonar invitaciones a quien se quisiera sumar a la empresa, prometiéndoles toda clase de exenciones para hacerse ricos “en la Nueva Tierra”, con sólo que cada quien aportara sus propios gastos, armas y caballos (quien los tuviera).
Al respecto, dice José Miguel Romero de Solís, que la invitación a participar en la expedición hacia las “míticas Siete Ciudades que fray Marcos de Niza dijera haber visto, conmocionó a todo el occidente” de lo que hoy es México, “incluidos los vecinos de la Villa de Colima”, de los que él mismo descubrió que, 22 de los que estuvieron involucrados, tuvieron la buena suerte de ir y volver más o menos sanos.
Yo he leído los pocos datos que sobre 19 de esos 22 antiguos vecinos colimotes se han podido conservar en el Archivo Histórico del Municipio de Colima, y en todos observé que, o quedaron muy menguados en sus capitales, o perdieron casi todo lo que tenían y quedaron pobres y endeudados por haberse decidido a participar.
Ilusos, pues, no le faltaron al virrey. Pero no sobra señalar que, habiendo fallecido el iluso Estebanico en un pueblo de Nuevo México, don Antonio comisionó ahora, como guía, al que quizá era el más iluso de todos: al mismísimo franciscano que tan alegremente habló, y que debió de tragar polvo cuando, yendo en busca de las mentiras que se encargó de difundir, se vio forzado a cabalgar en su mula por el desierto de Sonora y más allá, como lo tendremos oportunidad de ver en el próximo capítulo.
PIES DE FOTO. –
1.- Alvar Núñez Cabeza de Vaca, junto con dos españoles y un “negro árabe”, realizaron una de las más largas y peligrosas caminatas de que se tenga registro, e influyeron, sin querer, en la conquista del noroeste de México y el sur de los Estados Unidos.
2.- Cuando pasaron por los desolados territorios de Nuevo México se encontraron con las ruinas, todavía hoy visibles, de las construcciones que levantaron los misteriosos indios Anasazi.
3.- La noticia de la existencia de aquellas ciudades perdidas reavivó la imaginación del virrey Mendoza y envió sendas expediciones, una por mar y otra por tierra, en busca “de las Siete Ciudades de Oro”.
4.- Grandes fatigas, numerosos enfrentamientos, hambre, sed, cansancio e incluso la muerte fue lo que algunos de aquellos intrépidos ilusos encontraron en su largo peregrinar.