Vislumbres: En busca de “la corriente negra” Capítulo XXV
EN BUSCA DE “LA CORRIENTE NEGRA”. –
Capítulo XXV
El “San Pedro” zarpó de Cebú al levantar la marea de la madrugada del 1 de junio de 1565. Poco a poco se fue yendo y dejó atrás a las doscientas y tantas personas que, no sin algún temor y tristeza, se quedarían en la isla para continuar la colonización y esperar a que ¡dentro de un año o dos!, les llegaran posibles refuerzos desde Nueva España.
Las muy interesantes notas que sobre la parte inicial del viaje escribieron los pilotos Esteban Rodríguez y Rodrigo Espinosa, nos permiten saber que varias veces fueron impedidos para avanzar por las corrientes que se forman en el intrincado laberinto de aquellas islas (de las que los geógrafos actuales dicen que son más de siete mil, distribuidas en 300 mil kilómetros cuadrados). Y que el día 8 estuvieron a punto de zozobrar a causa la primer tormenta que enfrentaron en la travesía, y que finalmente, el 9, asustados pero ya en mar abierto, pusieron rumbo hacia el norte, en dirección a Cipango (Japón).
A propósito de esto se hace difícil creer que ellos solos hayan podido salir de aquel dédalo de islas e islotes, y no es descabellado pensar que, previendo desorientarse, Urdaneta le haya solicitado a Sicatuna que les proporcionara unos guías isleños que los pudiesen conducir a través de los canales navegables del entreverado archipiélago. Por otro lado, y aun cuando los cronistas de la expedición nada comentan al respecto, también es factible creer que, durante los casi dos meses que fray Andrés y sus acompañantes anduvieron por aquellos rumbos, se hayan dedicado a cumplir una de las instrucciones que les envió la Audiencia de México antes de partir de Navidad, y que iba en el sentido de que deberían “adquirir relaciones y noticias de los chinos y japoneses [y] comprarles cartas náuticas [con el fin] de corregir los errores” que tuvieran las suyas, así como para “estudiar el régimen de los vientos y corrientes” que prevalecieran en tan remotas latitudes. Cartas (mapas, croquis) con los que el cosmógrafo hubiese podido confirmar una vaga noticia que había escuchado treinta y tantos años atrás, y que hablaba de que los navegantes japoneses conocían una gran corriente marina que iba, desde sus propias costas, hacia donde sale el Sol.
Varios de los investigadores que han abordado el tema, coinciden en afirmar que la corriente de la que se habla es la que los japoneses habían bautizado desde varios siglos antes como Kuro-Shivo, “la Corriente Negra”. Que, conforme a los conocimientos actuales, sabemos que se integra, desde Asia hasta América, con el choque constante de una masa de aguas tibias que “suben” desde el trópico y otra de aguas gélidas que “descienden” desde el Círculo Polar Ártico.
Respecto a ese hecho cabe recordar que, durante la expedición encabezada por Álvaro de Saavedra Cerón entre los años de 1527 a 1529, ya se había intentado el tornaviaje, y que habiendo “subido” una primera vez hasta los 26 grados de Latitud Norte (al sur del Japón), los navíos de Hernán Cortés habían tenido que regresar sin éxito a la isla Leyte, y que habiendo, una vez más, llegado hasta los 31 grados, tampoco pudieron atravesar el océano y se vieron en la necesidad de regresar a esa isla, antes de volver a España (con esa información) por la ruta de África. Información que, desde luego, el cosmógrafo Urdaneta tomó muy en cuenta para deducir que, si por el Ecuador no era posible atravesar el Pacífico hacia el oriente, y que ni “subiendo” hasta los 31 grados norte se podía cruzar tampoco, lo más lógico era que deberían “subir” unos grados más. Y hacia allá enfiló su galeón, como Arellano había enfilado su patache.
Pero si con esa decisión Urdaneta acertó en cuanto la ruta de regreso, nunca imaginó que la travesía fuese tan larga, ni que tuviese que enfrentar tan grandes y numerosos problemas:
PIOJOS Y LADILLAS. –
La travesía, en efecto, duró cuatro meses y una semana, y en primer término, tendríamos que recordar que, aun siendo el San Pedro el más grande de aquellos navíos, “tenía (cuando mucho), unos 45 metros de eslora” (o longitud), y unos 12 de manga (o anchura)”, y que en él iban, aparte de fray Andrés, de los tres pilotos, del maestre, del contramaestre y de fray Andrés de Aguirre, 200 hombres más, entre marinos y soldados. Muchos de los cuales, de conformidad con las costumbres muy insanas de aquella época, no acostumbraban bañarse diario, y tampoco solían cambiarse de ropa, por lo que desde antes de subir a bordo ya iban plagados de piojos y ladillas. Molestísimos insectos que, como se sabe, provocan muy feas enfermedades.
En los navíos españoles y portugueses de los siglos XVI y XVII, en efecto, las condiciones sanitarias nunca fueron las más higiénicas que se pudieran desear, por lo que al haber doscientas y pico personas en la cubierta del San Pedro, muy bien podemos deducir que la convivencia entre todas ellas no fue tan placentera como dicen que ahora es en los famosos “cruceros”. No sólo porque en las bodegas, llenas de provisiones y mercaderías, eran muy pocos los que se podían guarecer, sino porque únicamente el capitán y unas personas de la “más alta condición” social o económica tenían cabinas o camarotes asignados en donde poder resguardarse. Así que, imagínese usted, lector, yendo en tan precario espacio lo mismo de día que de noche, bajo el sol inclemente o bajo la lluvia pertinaz, durante las calmas chichas o durante las más feroces tormentas.
Pero, en fin, como solía suceder en esos viajes, mientras que las frutas y las verduras que subieron en Cebú se mantuvieron frescas, y mientras los cerdos y las gallinas que llevaban vivos les dieron suficiente para comer, la salud de todas aquellas personas se mantuvo más o menos bien; pero en cuanto el agua que llevaban en los barriles comenzó a llenarse de lama, y los víveres se comenzaron a enmohecer a causa de la humedad, hubo muchos marinos y soldados que cayeron enfermos y algunos, obvio, empezaron a fallecer. No dejando de ser algo admirable el hecho de que, a pesar de ser sexagenario, fray Andrés permaneciera entre los más saludables.
Así fueron “subiendo” cada vez más al norte, y cuando alcanzaron la latitud de Taiwán, finalmente se introdujeron en la Kuro-Shivo, y ésta los llevó hacia unas aguas cada vez más frías, por lo que si ya de por sí no se bañaban, menos pudieron hacerlo, y no pocas de aquellas gentes de llenaron incluso de garrapatas y pulgas, porque, habiendo subido ganado vivo y habiendo un montón de ratas en las bodegas, dichos insectos saltaron hacia las personas, convirtiéndose en otra molestia más, en el foco de nuevos padecimientos, y en una causa adicional para el pestilente aroma que llenaba el barco.
Se sabe, sobre esto último, que los capitanes tenían por costumbre hacer embarcar algunos manojos de romero seco y otras hierbas aromáticas, que solían quemar de cuando en cuando para mitigar en lo posible los hedores a que nos referimos, pero eso sólo los mitigaba un poco y, aparte, llegaba a darse el caso de que algunos de los pasajeros o de los marinos que iban a bordo, desesperados por las comezones y las urticarias que les producían los bichos, se echaban algunos minutos al mar cuando no estaban visibles los tiburones, pero como los desechos que iban produciendo en el mismo barco, y los cadáveres que se iban generando eran arrojados inmediatamente al mar, llegó un momento en que el navío llevaba, por decirlo así, una “escolta” de escualos que les impedía lanzarse al agua para mitigar sus comezones, y tampoco podían echarse cubetazos porque, estando el agua tan fría, podrían correr el riesgo de resfriarse y morirse más pronto aún.
Cuando esa corriente dio una evidente vuelta hacia el oriente, los viajeros del San Pedro dejaron de ver las costas del Japón y se introdujeron en una amplísima zona carente de islas, en la que las únicas referencias geográficas que les podrían servir para orientarse eran las estrellas. Habiendo sido ésos los días en que los viajeros, enfadados y enfermos, vieron a aquel incansable viejo trabajar con gran entusiasmo en el manejo del sextante, el astrolabio y la brújula, o tomando la regla y el compás para dibujar extraños trazos en grandes papeles que guardaba con mayor celo que si fueran oro.
“Sin embargo -dice Rubén Hernández Yunta- no todo era negativo […] en el barco”, porque “los marineros, para pasar el tiempo, llevaban instrumentos musicales e incluso se realizaban juegos de azar en los que” el capitán y los oficiales participaban. Y no faltaban, tampoco, los momentos en que se recurría a “la narración de historias” para pasar el tiempo, y a la práctica de la pesca y la captura de eventuales caguamas que les “proporcionaban, además de entretenimiento, alimentación”.
Pero llegaron los días en que la total ausencia de frutas y verduras, y el consumo de alimentos carcomidos por las ratas y las cucarachas empezaron a causar estragos entre los viajeros y, por eso, nuestro paisano y amigo, Ángel Luis Gaona Carrasco, quien también ha abordado el tema, dice que, cuando finalmente volvieron a pasar frente al puerto de Navidad, con rumbo al de Acapulco, la mayoría de aquellos hombres estaban enfermos, y “solamente 18 estaban en condiciones de trabajar”. Habiendo muerto “26 en el trayecto” y “4 más al estar ya en tierra”. Siendo “una de las causas principales de las muertes, además de los piojos, el mal de los ‘Belfos Sangrantes’ (o escorbuto) que en esa época diezmaba a las tripulaciones de los barcos que hacían largas travesías”.
LA BUENA Y LA MALA SUERTE DE ALONSO DE ARELLANO. –
Y, ya que mencionamos Acapulco, sería útil regresar allá, mientras que le “damos tiempo” al San Pedro para que complete su recorrido hasta las tierras americanas.
En el capítulo anterior habíamos dicho que el capitán Arellano se vio obligado a escribir una “relación” de cómo le había ido, y qué cosas habían hecho él y su gente durante su largo recorrido. Pero hoy debo agregar que, gracias a ese documento sabemos, por ejemplo, que fue el 30 de enero cuando llegaron hasta Mindanao; que fondearon después “en el puerto de Davao”, y que ahí fue donde comenzaron a intercambiar sus productos por alimentos y algunas especias. Que salieron el 4 de marzo “con destino a las islas de Bohol, Negros, Cebú, Mactán y Samar”, con la pretensión -según él- de buscar a las otras cuatro naves y que, no hallándolas, y teniendo muy pocos víveres, decidieron retornar al virreinato de la Nueva España, navegando con rumbo Norte hasta los 31 grados, donde doblaron hacia el Este; pero que, obligados por los vientos y el frío, “bajaron” hasta los 27°, y más tarde volvieron a “subir” hasta los 44°, avistando las costas de California el 17 de julio.
Comenta, asimismo, que un poquito después una terrible tormenta les “desarboló la nave”, pero que enseguida les mejoró su suerte, porque al poco tiempo arribaron al conocido puerto de Navidad, donde la repararon, y donde la gente que vivía allí los alimentó y les ayudó a que se curaran y recuperaran fuerzas. Habiéndose convertido así en “los primeros europeos” – dice Mellén Blanco- que cruzaron el Pacífico de occidente a oriente, adelantándose en dos meses al tornaviaje de Andrés de Urdaneta”.
Pero como el Alcalde Mayor de Colima había pasado un pronto aviso hasta la ciudad de México, cuando el “San Lucas” entró, finalmente, a la bahía de Acapulco, en el diminuto poblado ya lo estaban esperando algunas autoridades virreinales; algunos comerciantes de la capital y gente deseosa de saber qué les habría sucedido a ellos y a los demás.
La expectativa que toda esa gente tenía era muy grande, y no sería raro que hubiesen organizado una especie de “comité de recepción”, asombrando seguramente con eso a los marinos del patache cuando éste se aproximó a la playa.
No sabemos qué fue lo que sucedió realmente en Acapulco aquel preciso día, pero no creo que sea absurdo suponer que, tras de haber sido recibidos, y tal vez obsequiados con alguna comida y bebida, el capitán y los tripulantes del patache fueron interrogados y se vieron en la necesidad de hablar. Y que, una vez que lo hizo el capitán, los marinos debieron confirmar sus dichos. Por lo que a la mayor parte de quienes los escucharon no les quedó más que creer en la narración de aquel hombre, quien, por decirlo así, se convirtió, durante algunas semanas, en “la figura del momento”. Mientras que, por otras partes había cundido la tristeza, al irse sabiendo de que los demás barcos se habían, según eso, “perdido”.
Así, pues, la buena suerte le sonrió todavía al truculento sujeto, y pudo obtener buenas ganancias de la mercancía que había logrado traer en el barco que le fue asignado… Y, como no se sabe que exista un litigio que por falta de pagos se haya originado en su contra, suponemos que cobró muy bien y que los marinos y el piloto que hicieron causa común con él recibieron las partes que les correspondían.
Pero faltaba todavía una sorpresa que la vida le tenía preparada al “Capitán Gandalla”, como se me ocurre hoy decirle, porque mientras que él ya estaba en Acapulco, allá muy lejos, del otro lado del océano, el San Pedro ya iba, sobre la “Corriente Negra”, en dirección también a las costas novohispanas, y su desmentido, por ende, no tardaría en llegar…
PIES DE FOTO. –
1.- El San Pedro zarpó de Cebú el 1 de junio. Y durante más de cien días estuvo recorriendo por una deshabitada zona marítima que probablemente nadie había recorrido jamás.
2. - El espacio con el que contaban aquellos navíos para los viajeros era muy reducido, y la mayoría de ellos se amontonaban en la cubierta.
3. – El 17 de julio de 1565, Arellano su gente avistaron tierras que más tarde serían identificadas como de California.
4. – Después de haber estado en el puerto de Navidad, el patache llegó finalmente a Acapulco, en donde Arellano relató los hechos a su manera.