Vislumbres: “Que no se pierda la memoria”
“QUE NO SE PIERDA LA MEMORIA”
UN NO TAN FELIZ ANIVERSARIO. –
Quienes nacimos antes de 1960 somos, a la fecha, unos viejos que ya estamos, como se dice coloquialmente, “más para allá que para acá”.
El espejo y los achaques no nos dejan mentir al respecto, pero aun frente a tan profunda certeza creo que podríamos ser, también, por simple razón de edad, algunos de los que más recuerdos y conocimientos tenemos, aunque los más vigorosos e inteligentes jóvenes del siglo XXI estén muy al tanto de todos los avances de la modernidad y nosotros seamos, ante todas las novedades tecnológicas, algo así como “analfabetas funcionales”.
Y si menciono todo esto es porque el próximo sábado 13, día de San Antonio en el Santoral Católico, los integrantes de la Sociedad Colimense de Estudios Históricos (la mayoría de mucha edad) estaremos festejando desde nuestros obligados confinamientos caseros, al aniversario número 32 de que la asociación fue fundada.
En otros años hemos podido, al menos, convivir un rato, tomar café juntos o tener un brindis. Pero aun cuando en esta ocasión no será así, no quiero dejar pasar la oportunidad de hablar un poco de quiénes la integran, de quiénes la fundaron y de los trabajos que han realizado o realizan.
En este sentido vale la pena señalar que tres de los principales propósitos con los que la SCEH nació, son los de “rescatar, preservar y difundir” la historia de todo lo más importante que ha ocurrido en nuestra región. Tarea que, si se analiza con el cerebro frío, no todos pueden hacer y, que, aunque existan personas que no la valoren, nunca dejará de ser significativa, puesto que contribuirá a que la memoria colectiva de los colimenses no desaparezca.
UN ANTECEDENTE PERSONAL. –
Pero antes de reseñar o describir lo que hacen los miembros de esa distinguida asociación, quiero iniciar con una experiencia personal que puede servir como preludio para desarrollar el tema. Y se trata de lo siguiente:
Desde que fui un pequeñín que iba al jardín de niños “Pomposa Silva Palacios” en mi natal Villa de Álvarez, empecé a oír hablar de una señora, originaria también de allí, que, según eso era algo famosa y que se llamaba María Ahumada de Gómez. Más tarde, cuando ya tenía cinco años y medio de edad, mi mamá me inscribió en la escuela primaria José Ma. Morelos y Pavón, en donde, el primer o segundo día de estar en clases, la maestra Silvia Pérez Rivera nos dio un papelito que contenía la lista de los “útiles escolares”, entre los que iba el título de un pequeño libro que resultó entrañable y maravilloso para quien esto redacta, puesto que con ese pequeño libro le tocó aprender a leer y a escribir: se llama (porque todavía existen algunos ejemplares) “Método Onomatopéyico para la enseñanza de la lectura y la escritura”, del profesor Gregorio Torres Quintero, famosísimo pedagogo mexicano, nacido en Colima también, “el 25 de mayo de 1866 […] en una pobre vecindad entonces localizada en donde ahora se encuentra la casa número 134 de la calle 5 de Mayo”. Según se puede leer en la muy amplia y bien documentada biografía del “insigne educador”, redactada por su posterior colega, Genaro Hernández Corona, de quien nos habremos de ocupar más adelante, y que todavía vive y conserva su lucidez, a los 93 años de edad.
Dos años más tarde, cuando por razones de trabajo de mis progenitores vivíamos en el pueblo salinero de Cuyutlán, llegó a vivir a nuestra casa un joven “practicante de medicina” que se llamaba Daniel Hernández Brandt, al que le gustaba leer y platicar con don Miguel Ahumada Salazar (mi padre), excelente conversador, que por entonces se desempeñaba como jefe administrativo de la Sociedad Cooperativa de Salineros de Colima.
En nuestra casa, mi mamá, la señora Angelina González Macías, solía poner todos los años, durante la zafra salinera (que duraba desde mediados de febrero hasta finales de junio) una de las dos únicas boticas que había en Cuyutlán, y ahí solían acudir a tratar de curarse, la mayoría de los salineros y sus familiares, por lo que se requería que hubiese allí, aunque fuera un aprendiz de medicina que estuviera haciendo sus prácticas. Como las había realizado, un poco de tiempo atrás, el doctor José Salazar Cárdenas, primo hermano de mi papá, villalvarense también, y del que asimismo me ocuparé más adelante.
Antes de terminar dicha zafra, mi papá y el joven doctor Hernández se habían hecho buenos amigos, y como teníamos una casa suficientemente grande en Villa de Álvarez, mi padre le ofreció al doctor rentarle un cuarto, mientras se acomodaba, creo, en el novísimo Hospital Civil, en la recién abierta calle empedrada que constituía la arteria norte del Primer Anillo de Circunvalación de Colima, y que ahora es la avenida de Los Maestros, con su prolongación San Fernando.
Para esos días yo ya cursaba el tercero de primaria, en la escuela primaria Carmen Serdán, que a diferencia de la Morelos (que era para puros niños) y de la Enrique Andrade (que era para puras niñas), era mixta.
En una de aquellas tardes, después de comer, el doctor no estaba en su cuarto y la puerta estaba abierta, así que me asomé y vi que tenía en ella un bien nutrido librero, por lo que la curiosidad me picó, entré y comencé a leer los títulos en los lomos de los gruesos tomos empastados que, entre otras cosas hablaban de Anatomía, Farmacopea y otros dificilísimos temas que jamás pude inteligir. Pero de repente vi, entre aquellos pesados “ladrillotes”, un libro de menor tamaño y editado “en rústica”, que me llamó la atención: se trataba de los “Cuentos Colimotes”, escrito también por el profesor Gregorio Torres Quintero, quien para la fecha que yo estaba abriendo su segunda más famosa obra, ya había cumplido 37 años de fallecido.
No sé cuántos días tardé para leer las 320 páginas de aquel cautivante libro, pero debo confesar que me atrapó; que me llené de tristeza cuando leí, por ejemplo, “Un drama salvaje”, relato en el que el profesor Torres narró la tragedia que un pescador de la orilla del Río de Armería padeció, cuando un caimán atrapó y mató a su joven y querida esposa, y el pequeño hijo de ambos, antes de irse a sumergir en las aguas con el cuerpo del niño entre sus fauces. Y que me llené de miedo cuando el profesor narró la historia de una antigua y enigmática “Ciudad Encantada” que, de acuerdo con su descripción, subyace en la hermosa laguna de Alcuzahue, situada en la parte norte de las llanuras costeras de Tecomán.
Otras treinta historias de distintos temas fui leyendo poco a poco en aquel libro que me llenó la imaginación con muy bien logradas descripciones de los paisajes de mi tierra natal, y quiero completar el círculo diciendo que, en ese mismo año, o en el siguiente, fue a caer a mis manos un libro de texto, titulado “Geografía a historia de Colima”, que redactó a su vez el profesor Ricardo García Nava, y que me introdujo al conocimiento de esas dos interesantes materias.
Pero lo que no podría entonces imaginar era que la vida me tenía reservada la sorpresa de que, varios años después, yo habría de conocer y convivir con algunas de las famosas personas cuyos nombres oí mencionar muchas veces durante mi niñez.
ANTECEDENTES ACADÉMICOS. –
Esa misma vida me regaló (y puso de ejemplo) a mi papá, que era un gran lector; al doctor Nicasio Cruz Carbajal, que vivía al otro lado de mi casa, al que yo veía estudiar todos los días, y que tenía un librero lleno con las obras de Emilio Salgari y la colección completa de las novelas de Julio Verne, que después puso a mi disposición. A mi tío, Felipe Ahumada Salazar, que vivía enfrente de nosotros, y quien diariamente llegaba desde su oficina a su casa con un paquete de cuentos de Chanoc, Tarzán, Superman, Los Súper sabios, El Llanero Solitario y muchos más, que yo por las tardes devoraba. A mi tía Teresa, hermana de mi padre y de mi tío Felipe, gran lectora también, y la primera mujer periodista que hubo en Villa de Álvarez, que igual tenía un librero lleno en cuarto, en donde por horas yo solía estar, con la condición de que no le desacomodara nada.
Y menciono esto último porque varias veces me tocó oirlos hablar de los padres Florentino y Ricardo Vázquez Lara Centeno, cultos y reconocidos ambos, y emparentados también lejanamente con nosotros, y de manera muy cercana con don Zeferino, doña Engracia y doña Josefina Centeno, que vivían en la siguiente cuadra, a menos de cien metros del jardín La Villa y del templo de San Francisco de Asís.
En las charlas de todos esos señores, que yo escuchaba con atención sentado en algún lugar cerca de ellos, solían aparecer también los nombres de los padres Gabriel de la Mora de la Mora y Roberto Urzúa Orozco, con fama de intelectuales de primer nivel en Colima. Los de los profesores Juan Oseguera Velázquez, Gregorio Macedo López e Ismael Aguayo Figueroa. Y a veces solía ocurrir que mi padre me diera el enfadoso encargo de ir en camión urbano hasta Colima sólo para ir a comprar un periódico en la librería del profesor Vicente Venegas Rincón, por la avenida Madero.
Años más tarde nos fuimos a vivir hasta la muy lejana y desértica Ciudad Juárez, donde, en mi adolescencia, añoraba constantemente el verdor de Colima, sus arroyos de agua cristalina y por sobre todo el mar abierto de Cuyutlán. Pero me tocó la buenísima suerte de que mi hermana mayor, Socorro Ahumada Bermúdez, pudiese demostrar su inteligencia ante unos empresarios libreros, quienes le dieron la comisión de atender “Librolandia”, la más grande y moderna librería de la ciudad fronteriza. Librería que tenía un mezanine que se convirtió en mi refugio personal, sobre todo durante las muy oscuras y gélidas tardes de invierno, y mientras no hacía presencia por ahí el novio de mi hermana.
Eran muy pocas las personas que subían al mezanine y estaba autorizado a leer todos los libros que quisiera, con la única condición de no abrirlos mucho y no ensuciarlos o romperlos.
Así las cosas, un día descubrí que en un estante había un libro en el que no me había fijado antes, que se titulaba “El remoto pasado del Reino de Colima”, del doctor Jesús Figueroa Torres, editado por los Talleres de B. Costa-Amic Editor, pero que al parecer había sido pagado por el Gobierno del Estado de Colima en 1973. Y que sobra casi decir, que a ése no nada más lo leí, sino que busqué el modo de comprarlo, o de sustraerlo del inventario. No sé, o ya no quiero acordarme.
Algunos meses después llegó una remesa nueva, entre los que iba “El Manumiso”, un libro de padre Gabriel de la Mora, del que en una de mis pocas idas a Colima le había oído hablar a mi tía Teresa Ahumada Salazar, de quien me pareció estar incluso secretamente enamorada. Se lo pedí prestado a Socorro, pero para poder leerlo tuve que recurrir a un grueso diccionario que tenía mi papá, y en cuanto supe que “manumiso quiere decir esclavo liberto”, me dispuse a leerlo. Habiéndome ocurrido la magia de que estando leyendo ese libro en mi casa de Ciudad Juárez, de repente me transporté junto a La Pila del Templo de la Sangre de Cristo, en Colima, para presenciar, como testigo invisible las vívidas escenas que aquel excelente redactor me estaba mostrando, y que hablaban de cuando él mismo fue niño y vivía en el barrio de la Sangre de Cristo, a 2,200 kilómetros de donde yo me encontraba, y de cuando, ya siendo seminarista, un día de su juventud tuvo que abordar el tren hacia Guadalajara y Ciudad Juárez para, cruzando por el antiguo puente que atraviesa el Río Bravo entre Juárez y El Paso, irse a estudiar Teología en el Seminario de Montezuma, Nuevo México, ya mucho más cerca de donde yo estaba. Así que, ni modo de no añorar Colima.
Para completar el cuadro, en casa de mis tíos Félix Cárdenas González y Carmen Ahumada Salazar, oriundos asimismo de mi pueblo, estaban los dos tomos de “Los Cristeros del Volcán de Colima”, del padre Enrique de Jesús Ochoa, que fueron, para mí, lecturas felizmente realizadas. Más tarde, en alguna ocasión que mi tía Teresa fue a visitar a sus dos hermanos mayores, le regaló a mi papá (y de paso como quien dice a mí) el “Anecdotario Político Colimense”, del licenciado Ismael Aguayo Figueroa. Y un día que yo vine de vacaciones a Villa de Álvarez, fue ella misma quien me obsequió un ejemplar de la “Historia Gráfica de Colima”, del profesor Juan Oseguera Velázquez, que leí con voracidad; y en otra ocasión me permitió leer en su casa los cuentos que don J. Trinidad Lepe Preciado, su director en el “Monte de Piedad Heliodoro Trujillo”, había publicado con el título “El sol del medio día”. Así que, aun estando yo en la frontera de los Estados Unidos, seguía estando muy cerca de mi tierra.
En 1977 me inscribí en los “cursos de verano” de la Escuela Superior de Ciencias de la Educación, de la Universidad de Colima, en donde, para mi sorpresa, uno de mis maestros habría de ser el muy culto ex sacerdote Gabriel de la Mora, a quienes los ignorantes porros que dirigían la universidad ponían enfrente de cuantos visitantes foráneos llegaban a ella, para presumir de que aquí había también algunas personas con conocimientos enciclopédicos.
En el 82 tuve la suerte de volver a vivir otra vez en mi tierra y, movido siempre por la curiosidad, fui empezando a saber, ya con mayor detalle, quiénes eran y cómo eran todas esas interesantes personas.
Continuará.
PIES DE FOTO. –
1.- La Sociedad Colimense de Estudios Históricos fue fundada el 13 de junio de 1988, en la casa de doña María Ahumada de Gómez.
2.- Tiempo después, tras su muerte, continuó sesionando en la casa de la familia Vázquez Lara Centeno.
3.- Uno de sus primeros integrantes fue el profesor Juan Oseguera Velázquez, primer cronista de Tecomán.
4.- He aquí a los profesores Ricardo Guzmán Nava y Genaro Hernández Corona, departiendo alegremente con el padre Florentino Vázquez Lara.