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Fin del recorrido

Por Abelardo Ahumada.

FIN DEL RECORRIDO


Nota previa. –


Como he venido haciendo en las dos partes anteriores, hoy continúo realizando “un ejercicio imaginativo” del viaje que pudieron hacer los arrieros que cargaron desde Manzanillo hasta la orilla del Río Colima, los telares de la fábrica de San Cayetano.


Al ser un ejercicio de ese tipo no es, en el sentido estricto, una narración histórica, pero sí contiene la descripción de los sitios en que, a lo largo del tiempo han ocurrido hechos como los que aquí se describen. Así que prosigamos …


LO QUE CONTÓ LA SOBREVIVIENTE. –


La mayor parte de los arrieros eran gente ruda e incluso violenta, pero no carente de sentimientos y solidaria con quienes veían sufrir. De ahí que cuando pronunciaban su conocida expresión: “Arrieros somos y en el camino andamos”, dejaban implícita, según lo ameritara el caso, la idea de cobrar venganza contra algún posible agresor que “se las debiera”, o la gentil sugerencia de que le harían un favor a quien fuera que lo necesitara, en el entendido de que algún día podrían requerirlo ellos.


Por eso, cuando los que estaban resguardándose bajo el último trozo de techo de lo que había sido el Mesón de Caxitlan vieron que un hombre y una mujer, desnudos, heridos y golpeados se aproximaban con dificultad a donde estaban ellos, corrieron para arroparlos y conducirlos a su campamento.


Aparte del capote que le dieron a la pobre mujer, sacaron un poncho para el que parecía ser su marido, y luego les ofrecieron café y los restos de su almuerzo.


El hombre, que acaso tendría unos cincuenta años, se reclinó sobre la montura que le habían puesto a modo de respaldo y, la mujer, como de cuarenta y tantos, sentada en uno de los fardos, ya con más fuerza en su cuerpo, les agradeció entre lloros el apoyo recibido.


El jefe de la cuadrilla les preguntó entonces qué les había pasado y, viendo ella que su marido no estaba en condiciones de responder, se secó las lágrimas y les comenzó a decir que la gente de Jala estaba tan acostumbrada a ver y a oír las crecidas del Río Grande, que cuando escucharon el retumbo del rayo que les indicó el inicio de aquella tormenta, ella no se espantó. Pero igual les dijo que lo que nunca hubiese podido imaginar, era que en esa ocasión bajara una creciente tan grande, porque la última de la que se acordaban los más viejos del pueblo, bajó como diez o doce años antes del 1800, y desde entonces ya habían pasado más de cincuenta años.



En ese lapso, aparte, todo el playón se había vuelto a llenar de árboles, entre los que había muchos grandes guamúchiles y cantidad de sabinos muy altos y gruesos, por lo que, si bien había muchas piedras redondas y arena en algunos espacios, la presencia de la tupida vegetación contribuía para que nadie creyese que alguna vez la creciente hubiese pasado por allí. De manera que, confiados en aquellos falsos signos, ellos y otras parejas habían ido levantando sus jacales en toda esa parte, y plantaban sus hortalizas en las orillas húmedas, o las irrigaban mediante pequeñas acequias.


“Entonces, cuando cayó ese rayo y comenzó a llover, lo único que yo hice -dijo- fue taparme otra vez con la manta y acomodarme en mi tapéixtle, mientras que mi viejo se levantó a abrir la puerta para que entraran al jacal los dos perros asustados, y nos volvimos a dormir. Pero a poco la lluvia y el viento arreciaron tanto que nos volvimos a despertar y empezamos a temer que volara el techo.


“El ruido que hacía la borrasca era ensordecedor, y eso fue lo que nos impidió oír el rumor que por lo regular se oye antes de que llegue la creciente, y sólo fue cuando, al escuchar una troniza de ramas quebrándose, supimos que el río había crecido de más, y ya casi estaba encima de nuestro jacal.


“Nos levantamos entonces, espantadísimos; abrimos la puerta y no bien habíamos salido de allí cuando, entre la negrura de la noche y tras de la lluvia, supimos (pero no vimos), que un gigantesco muro de agua, piedras y lodo se aproximaba a gran velocidad, aplastando los árboles más pequeños, o arrancándolos de raíz.


“Yo me quedé, tiesa, sin poder moverme, pero mi viejo me dio un jalón y casi me arrastró hasta donde, muy cerca, había un gran árbol de tezcalama. Nos metimos entre sus raíces colgantes y nos agarramos con todas las fuerzas, pero la creciente podía más que nosotros y aunque aguantamos un ratito los jalones que nos daba, finalmente nos arrastró, pero para nuestra buena suerte iba junto a nosotros un racimo de cocos secos, flotando, y nos abrazamos de él.


“Varias veces nos golpeamos contra las ramas de árboles que todavía no habían sido arrastrados, pero seguimos flotando, hasta que en una curva que el río hace contra un cerrito, la corriente chocó, se dividió en dos brazos, y nos tocó a nosotros irnos, por el más pequeño y menos fuerte, hasta quedar atorados en una rama gruesa, a la que primero nos aferramos y luego nos subimos.



“No sé cuántas horas estuvimos encaramados allí, pero cuando amaneció vimos que la rama era de una gran higuera que, aun cuando quedó muy ladeada, aguantó la creciente sin quebrarse. Luego nos bajamos, todos adoloridos, viendo que en donde hasta unas horas antes estaba el terreno cubierto de árboles, sólo había unos cuantos que continuaban de pie, y otros pocos más, ladeados, con sus raíces al aire, y con sus ramas apuntando hacia el mar.


“Vimos varias vacas, caballos y burros con sus panzas hinchadas, que quedaron atorados entre las ramas o las raíces de algunos de aquellos árboles, y las piernas de una persona enterrada en un montón de lodo, y el cuerpo de otra metida en un espinal.


“El agua nos llegaba todavía hasta la cintura y, como estaba lodosa y teníamos miedo de que se nos atorara una pierna entre alguna piedra, o se nos clavara una estaca en un pie, decidimos quedarnos bajo la sombra de la higuera hasta que pudiéramos ver mejor. Pero yo estaba muy preocupada porque creo que a mi marido debe de habérsele quebrado una costilla porque le duele un costado al respirar.


“A eso de las tres, ya cuando el agua me daba como a la rodilla, vi, como a unos quince pasos de donde estábamos, algo que parecía ser una calabaza atorada en un herbazal, y con cuidado caminé hacia allá, pues los dos teníamos ya muchísima hambre.


Lo que vi no era una calabaza sino un papayo maduro que como quien dice fue la primera parte de nuestra salvación, porque luego de comérnoslo, tuvimos fuerzas para caminar hasta aquí, y luego ya aparecieron ustedes, gracias a Dios”.


Todos los arrieros habían estado escuchando el relato de la mujer. Pero en cuanto terminó, el jefe le preguntó si tenían familia y si no habría más gente de Jala a la que hubiese podido arrastrar el río. Ella les dijo que tenían dos hijas y tres hijos, todos casados, viviendo en diferentes ranchos, no cerca del río; pero también comentó que sí había otros jacales vecinos del suyo, que estaban incluso más cerca de la orilla, y en los que vivían gentes de todas las edades, parientes algunos, por cuyas vidas sí estaba temiendo. Y se soltó llorando.



LAS HUELLAS DE LA BORRASCA. –


El caponero, entonces, subió a su yegua en pelo y se fue a ver cómo estaba la corriente en El Bajío. Regresando al poco rato con el aviso de que, según él, durante la noche ya habría bajado lo suficiente como para que en la madrugada ya pudieran cruzarla.


Al enterarse, el jefe mandó a cuatro arrieros con un par de mulas a la pedreguera que dejó el río, para recoger unas cargas de leña de la mucha que había acarreado la creciente. Pues como en aquella parte del camino abundaban los zancudos hasta la exageración, su idea era rodear el campamento con al menos cuatro fogatas para que con el humo y la lumbre aquel cruel animalero no pudiera convertirlos en sus presas.


Previendo los destrozos que la creciente habría causado en el camino, en vez de madrugar como solían, esperaron las primeras luces para efectuar sus maniobras iniciales.


Antes de emprender la marcha, el jefe le preguntó a la mujer cómo veía a su marido, y si ella estaba en condición de poder andar. El hombre había mejorado visiblemente, pero de ningún modo podía todavía caminar. Así que el caponero les cedió la yegua a ambos y emitiendo su peculiar chiflido a modo de señal, comenzó el recorrido del día.


Ya con el sol asomándose tras del cerro de Las Caleras, pudieron atravesar el brazo del río no sólo viendo en donde pisaban, sino observando los grandes estragos que la borrasca había provocado en los alrededores.

Cosa de una hora después, cuando caminaban por un gran charco que les llegaba casi a las rodillas, se encontraron con unos conocidos de otra recua procedente de Los Altos de Jalisco. Y desde antes de saludarse, el jefe sopló en su cuerno de campero la señal para hacer alto, con la idea de esperar a los que venían del norte, para intercambiar información con ellos.


Las dos recuas se detuvieron, pues, al encontrarse. Los arrieros se saludaron y aprovecharon la pausa para liar unos buenos cigarrillos de hoja, mientras que el jefe de la cuadrilla que iba hacia Colima le platicó al de a otra que, si no tuvieron oportunidad de ver la creciente cuando pasó junto a la hacienda de Periquillos, sí escucharon cuando llegó, y que, según creía, era muy posible que aquélla se hubiese abalanzado sobre las chozas ubicadas más cerca de la orilla.


Le dijo también que pasaron el día y la noche donde había sido el mesón, y le señaló a las dos personas que habían logrado salvarse luego de ser arrastradas por el río.


El alteño, por su parte, explicó que dos días atrás, cuando iban bajando desde las faldas del Volcán hacia los ranchos de San Jerónimo, empezaron a mirar una nubazón muy gruesa que venía desde el mar, y que, en la medida de que se iban acercando ellos hacia Colima, a donde no llegaron para no entretenerse, la nubazón se hizo más espesa, de manera que a las seis, cuando finalmente llegaron para descansar al nuevo Coquimatlán, parecía que ya casi fuera de noche; pero que debió de haber sido cerca de las nueve cuando comenzaron a verse, allá por los rumbos de La Quesería, numerosos relámpagos, que les indicaron que con toda probabilidad allá estaba cayendo una fuerte lluvia, y que, cuando ya casi era la media noche, la tormenta se abatió también sobre ellos, y les fue imposible continuar su camino en la mañana siguiente:

“Esperamos hasta esta madrugada para volver a ensillar y cargar las mulas, porque sabíamos muy bien que, dada la cantidad de lluvia, tal vez no podríamos pasar ni siquiera el cauce del Río Colima, pero para nuestra buena suerte, cuando llegamos al barrio de Zinancatepec, ya había descendido lo suficiente para dejarnos pasar, pero no así el Arroyo Seco, cuya corriente se une en ese punto con la del Río Grande, y era anchísima. Así que, después de vadear el Colima con las primeras luces, nos trepamos por la vereda que sube al cerro de Los Amiales.


“Desde allá arriba vimos, casi con espanto, cómo fue que la creciente había dejado un gran peladero y un enorme pedregal en todo lo que hasta un día antes había estado una bonita selva que nos brindaba tanta buena sombra. ¡Verdá de Dios, amigo, que en los casi cuarenta años que tengo de trajinar por todos esos rumbos nunca había visto una cosa así!


Pero lo más triste no fue eso, sino que, hace rato, cuando pasamos por Jala, vimos una tendalada de muertos, a los que estaban velando las otras gentes del pueblo.


Nos detuvimos unos minutos para rezar unos responsos por la salvación de las ánimas de los difuntos, y fue entonces cuando pudimos saber que la creciente arrastró como a quince jacales con todo y algunas personas que los habitaban.


Al escuchar eso, la mujer, que desde la yegua caponera había estado muy atenta a lo que decían ambos jefes de cuadrilla, se desvaneció, pero su marido impidió que cayera hasta el suelo.


Casi sobra decir que todos los arrieros quedaron tristemente impresionados al ver la hilera de cuerpos que, yaciendo sobre simples petates y ponchos extendidos en el suelo, estaban esperando ser sepultados.


El jefe de la cuadrilla entregó a uno de los deudos una bolsa de café y la ración de azúcar que cargaba en la cantina de su mula; desató el paliacate rojo que le servía de monedero y, sacando diez pesos de plata se los entregó a la mujer golpeada, antes de dejarlos, a ella y a su marido, allí.


Ella lo abrazó con enorme agradecimiento y le prometió que cuando él volviera a pasar por Jala, les devolvería el poncho y el capote que les había prestado.



EL FIN DEL RECORRIDO. –


La noche ya estaba cerrando cuando las mulas comenzaron a pisar el pedazo del camino en donde se estaba levantando el barrio al que la gente de Colima había bautizado como “España”. Pero como el predio a donde iban sólo quedaba a una hora de distancia y no valía la pena pernoctar en la pequeña ciudad, la recua continuó su marcha hasta el centro de la misma; atravesó el Río Colima sin ningún problema, dobló hacia el norte por la calle del Convento de la Merced, transitó hasta la calle de El Precipicio y, en cuanto dejó atrás el caserío, se introdujo por un angosto callejón bordeado de huertas, hasta que, luego de pasar el arroyo de Santa Gertrudis, arribó al sitio en donde ya estaba casi terminada la nave que albergaría la maquinaria que acababan de traer.


Continuará.


PIES DE FOTO. –

1.- Hace 25 años don Elías Méndez Pizano dibujó este croquis que contiene los lugares y el brazo del río que en este texto se describen.


2.- Esta foto la tomé en enero de 1992, cuando El Niño Oscilatorio provocó una creciente similar a la que aquí se comenta.


3.- Todas esas grandes crecientes suelen arrasar con los árboles que durante décadas nacen (o renacen) hasta cubrir casi la totalidad del extenso playón.


4.- Esta otra foto fue tomada al sur de Los Amiales en noviembre de 2012, un mes después de que la creciente provocada por el Ciclón Jova hizo que desaparecieran todas las enramadas del popular balneario.



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