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Honores a la Bandera en Iguala

Por Abelardo Ahumada.

Honores a la Bandera en Iguala


IGUALA, PRIMERAS IMPRESIONES. –


La antigua carretera de México a Acapulco es muy angosta y sinuosa. Nada que ver en comparación con la moderna Autopista del Sol, ancha, rectilínea y con gigantescos puentes “colgantes” que demuestran que los ingenieros mexicanos realmente son buenos para eso.


Y si menciono lo anterior es porque, la tarde del 31 de julio de 2002, después de haber hecho una breve parada para comer y descansar en Taxco (que por supuesto merece un reportaje aparte), mi familia y yo, yendo en un pequeño Tsuru, comenzamos a descender de la sierra, por la dicha “carretera libre”, hacia la región de “Tierra Caliente”, llevando especial cuidado para no caer en alguno de los voladeros que por ahí abundan.


En el trayecto observé, sin embargo, la devastadora tarea que los desvergonzados y voraces talamontes guerrerenses han realizado en esa zona, dejándola prácticamente sin pinos.


Pero más abajo, cuando ya la vegetación había cambiado y empezaban los árboles tropicales, vimos desde lo lejos, encaramado sobre un cerrito de cima aplanada, algo que parecía ser un poste solitario extraordinariamente grueso y alto que, según nos diría después un empleado del Ayuntamiento de Iguala, resultó ser “el astabandera más grande de Latinoamérica”.


Íbamos a dicha ciudad a participar en XXV Congreso Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas. Y la primera impresión que tuve al llegar a ella fue la de que, pese a haber sido la primera capital guerrerense, seguía siendo una población algo caótica, que en sus orillas se quedó “como a medio hacer”, con muchas calles llenas de baches, numerosas casas habitadas, pero como “en obra negra” y cantidad de lotes baldíos cubiertos de maleza. Aunque ya más adentro el aspecto mejoró y empezaron a aparecer numerosas joyerías que bellos objetos de oro y plata provenientes de las orfebrerías de Taxco y otros pueblos de la región.



Por el clima, por los árboles predominantes y por su aspecto en general, tuve la idea de que estaba llegando a una ciudad provinciana, algo parecida a Tecomán, para que los lectores de Colima tengan un comparativo a mano.


Y con relación al título que lleva este trabajo, quiero decir que, sobre el muro, afuera del hotel en que nos tocó hospedarnos, y que en otros ayeres fue una casona que ocupaba la cuarta parte de una manzana, había una placa conmemorativa señalando que, siguiendo las instrucciones de Agustín de Iturbide, en ese lugar había sido confeccionada, “por el sastre michoacano don Magdaleno Ocampo, la Bandera de las Tres Garantías”, con la que el 27 de Septiembre de 1821, hizo su entrada triunfal a la ciudad de México el Ejército Trigarante, al que se habían integrado los insurgentes dirigidos por Vicente Guerrero.



EL ZÓCALO DE LOS TAMARINDOS. –


Después de meter las maletas y dormir una corta siesta salí a conocer el centro: lo primero que vi de él fue una plaza muy ancha llena de árboles y con un enorme y precioso monumento conmemorativo, labrado en cantera rosa, que igualmente está dedicado a la Bandera Nacional, de la que Iguala se dice cuna.


Enseguida de esta plaza (a la que los lugareños le dicen zócalo) se yergue un bonito templo dedicado a San Francisco de Asís, patrono de ese lugar, que fue construido entre 1797 y 1864, para sustituir una ermita inicial que habría sido levantada en ese mismo sitio un poco tiempo después de la fundación de Iguala, misma que habría ocurrido el 4 de octubre de 1529.


Algo que me sorprendió al ver el atrio y la plaza es que ambos están sombreados por muy grandes y copudos tamarindos, de los que los primeros y más antiguos que se conservan fueron plantados, según lo anotó en su “Catecismo de Iguala”, el hoy ya desaparecido cronista municipal, Andrés López Velasco, por el primer alcalde que hubo en Iguala al instalarse el gobierno independiente.


Andrés, por cierto, fue nuestro anfitrión en el Congreso y se lució organizándolo, demostrando al menos un par de cosas: que le gustaba lo que él hacía, y que en su tierra era una persona reconocida en donde su voz pesaba, y “tenía palancas”.


Nuestro amigo era un hombre ya grande de aspecto adusto, pero que, tratándolo en corto, resultaba ser un individuo alegre y jovial. Rebasaba los 70 años, pero conservaba un gran porte y fortaleza física. Siendo algo muy típico de él el hecho de llevar su bigote zapatista arriscado, y llevar también, dobladas hacia arriba, las mangas cortas de su camisa; pienso que para seguir luciendo los musculosos bíceps que se consiguió cuando en sus años mozos se dedicó al trabajo de campo y a practicar las disciplinas del famoso pentatlón.


No es mi intención reseñar aquí las actividades del Congreso, sino hacer referencia a un acontecimiento imprevisto en el que durante su transcurso me vi sorpresivamente participando, y que aconteció durante la segunda mañana de estar en Iguala:



EL CERRO DE IGUALA. –


El hecho fue que, desde la víspera, Andrés nos pidió a los participantes que nos levantáramos temprano a desayunar porque a las 8:30 nos habrían de estar esperando, justo alrededor del Zócalo de los Tamarindos, varios autobuses urbanos, que nos habrían de trasladar hasta la cima del cerrito que les platiqué en los primeros párrafos, en donde habría de llevarse a cabo una ceremonia especial de Honores a la Bandera, con motivo de la visita a Iguala de los cronistas de todo México.


Así que, en cuanto se llenaron los autobuses, poco a poco, dado lo angosto de aquellas rúas, fuimos saliendo de la ciudad y empezamos a subir hasta el cerrito por una empinada calle de una colonia popular, que según nos contó alguien también, solía ser el camino que durante muchos años utilizaron los igualenses para ir a visitar una vieja capilla que, como en el Cerrito del Tepeyac, había ahí también, en honor a la Virgen de Guadalupe.


Don Manuel Huerta Martínez, otro historiador local, que produjo la “Monografía del Municipio de Iguala de la Independencia”, refiere que desde a mediados del siglo pasado se tuvo la idea de establecer “un asta monumental”, y que hubo dos intentos que no les parecieron suficientes, hasta que, en 1997, aprovechando una visita que el 31 de enero hizo a dicha ciudad el presidente Ernesto Zedillo Ponce de León, se le expuso el planteamiento, y habiendo sido aprobado, se empezaron a realizar los estudios correspondientes, dando como resultado que, primero se demolió la capilla, y luego se formó una explanada muy grande, en la que se establecieron los cimientos suficientes para instalar en aquel espacio un poste colosal de acero de “casi 114 metros de altura”, con un peso de “145 toneladas”.



Cuando llegamos al estacionamiento ubicado junto al impresionante espacio cívico, vi claramente la admiración que se dibujó en el rostro de muchos de mis compañeros al observar aquella asta descomunal, y más al ver a un buen número de soldados que, puestos en formación desde la base del monumento hacia el norte, respetuosamente sostenían en sus brazos, todavía enrollada, la bandera más grande que habíamos visto en la vida.


En aquel tiempo mi teléfono celular era uno de aquéllos que después llamaron “cacahuatitos”, y que por supuesto no tenía las potentes cámaras de muchos “megapíxeles” que ahora existen. Pero sí llevaba una cámara que, careciendo del lente “gran angular”, me obligó a trasladarme más de cien metros para poder hacer una toma más o menos buena en que cupiera aquella asta descomunal.


Esperé, pues, a la distancia, a que se diera la orden de izar la bandera y, mientras eso sucedía, observé que aquél era el mejor mirador natural que los igualenses pudieron haber elegido, puesto que desde aquella cima se podían contemplar, en primer plano, casi todas las calles de Iguala y las huertas y los campos de sus alrededores, y casi hasta llegar al horizonte, los ventisqueros de la Sierra de Guerrero, en cuyas laderas se percibían, encaramados, varios pueblos, entre los cuales destacaba Taxco. Una panorámica sencillamente espectacular.


En algún momento se dio la orden de izar la gigantesca bandera y logré tomarle tres fotos en el proceso, viendo, primero, cómo los soldados se iban desplazando desde la orilla de la explanada hacia la base del hasta, y viendo, enseguida, cómo el gran lienzo comenzaba pesadamente a colgar.


No creí que en ese momento la fuerza del viento fuese tanta que la bandera lograra ondear, pero en la medida que la tela se desprendió del último par de brazos que la sostenía, el viento comenzó a mostrar su poder, y antes de que la excepcional bandera alcanzara el máximo de la altura del asta ya estaba ondeando de una manera impresionante, produciendo un ruido muy fuerte que sonaba como un “flap-flap”.



Me acerqué entonces a la explanada circular donde ya las autoridades locales, mis compañeros cronistas y una banda de guerra del cuartel de Iguala se estaban acomodando, y me coloqué en un espacio vacío, como a cinco metros de donde estaba la maestra de ceremonias con su micrófono. Ella hizo las presentaciones correspondientes y disculpó “al señor gobernador” que por “dificultades de agenda”, no pudo asistir al acto. E inmediatamente se escuchó el clarín de órdenes iniciando los honores del lábaro patrio.


Supongo que todos mis compañeros estaban tan emocionados como yo, por participar en dicha ceremonia, a sabiendas de que, como dije antes, no sólo estábamos al pie del “astabandera más alta de Latinoamérica”, sino en la cima del Cerro de Iguala, “cuna de la bandera mexicana”.


Al concluir el Toque de los Honores, la maestra de ceremonias nos indicó que la persona que iba a dirigir la entonación del Himno Nacional no había alcanzado a llegar, y preguntó si habría entre los asistentes alguien que quisiera dirigirlo.


Mi corazón comenzó a latir apresuradamente, creyendo que, tal y como lo había hecho decenas de veces en las escuelas donde había trabajado, yo lo podría hacer. Pero antes de dar el paso al frente para ofrecer mis servicios, volteé a ver si algún otro compañero, se había adelantado y, no viéndolo, me encaminé hacia el micrófono.


La maestra de ceremonias lo hizo a un lado y me dijo en voz baja: “Sólo que aquí se canta también la novena estrofa”. - ¿La novena? ¿Cuál es? – le pregunté sorprendido, porque de momento no la recordaba. – Es la que dice “de Iguala la enseña querida”. Pero yo vergonzosamente me quedé en las mismas y dije para mis adentros: “¿¡En qué lío me metí?!”, pero ella, divertida, viendo la reacción de mi rosto, me calmó diciendo: “No se preocupe, usted comience, y los soldados de la banda la van a cantar”.


Así que, tomé el micrófono aparentando una seguridad que no tenía. Ordené “¡Firmes!” Dirigí una mirada al director de la banda, y tras de hacer él unos movimientos con su corneta al frente, de inmediato empezaron a escucharse los acordes de nuestro bello Himno Nacional.


Mi voz, afortunadamente no se quebró, canté con la mayor marcialidad que podía hacerlo, sabiendo que estaba siendo visto y escuchado no nada más por las autoridades locales y alguna gente de Iguala, sino por mis compañeros cronistas procedentes de todo el país.


Mi entonación fue bien hasta el coro previo a la novena estrofa, y cuando llegó el momento de entonarla, intencionalmente dejé de cantar, y fueron los soldados los que cantaron los siguientes versos: “Y el que al golpe de ardiente metralla/ de la Patria en las aras sucumba/ obtendrá en recompensa una tumba/ donde brille de gloria la luz. / Y de Iguala la enseña querida/ a su espada sangrienta enlazada/ de laurel inmortal coronada/ formará de su fosa la cruz”.


Al terminar el último coro regresé a mi lugar sintiendo que el corazón se me quería salir del pecho.


Hubo luego los discursos oficiales, y cuando por fin llegamos al final de la ceremonia, yo seguía sintiendo que durante esos breves instantes había tenido una especie de contacto espiritual con los individuos que un día de a principios de 1821 subieron en Iguala a sus cabalgaduras y, yendo en pos de la Bandera Trigarante, arrumbaron por aquella montañosa región para anunciarle al pueblo cansado de sangre y dolor el final de la Guerra de Independencia y el nacimiento de un nuevo país, que llamaron México.


Algunas semanas después de esto que les platico, llegó a visitarme a mi casa, mi buen amigo y colega, Profr. Antonio Magaña Tejeda, Cronista Municipal de Cuauhtémoc, Col., para llevarme a regalar unas fotos que tomó en el momento en que quien esto escribe estaba dirigiendo el Himno Nacional junto a la gran bandera en Iguala. Y son algunas de las que, agradecido, les presento hoy, para probar que todo lo dicho fue cierto.


PIES DE FOTO. –


1.- Luis Gonzalo Cristerna Guardado, Cronista de Ojo Caliente, Zac.; Andrés López Velasco, Cronista de Iguala, Gro.; Antonio Magaña Tejeda, Cronista de Cuauhtémoc, Col., luciendo sombreros típicos de sus tierras.


2.- Templo de San Francisco de Asís, patrono de Iguala.


3.- Cronistas de Colima en el Monumento de la Bandera, en Iguala. Junto con el autor de estas líneas, de izquierda a derecha: Noé Guerra, de Armería; Antonio Magaña, de Cuauhtémoc; Rafael Tortajada de Villa de Álvarez, y Víctor Santoyo, de Manzanillo.


4.- La Bandera Monumental de Iguala. (Foto tomada de una página del Gobierno Federal).


5.- El autor de estas líneas dirigiendo el Himno Nacional en la explanada cívica del Cerro de Iguala.


6.- En las ceremonias de Iguala se canta también “la novena estrofa”. Yo no me la sabía, pero los soldados sí. Y eso fue lo que me salvó.


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