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"La Chaveña 3"

Por Abelardo Ahumada

"La Chaveña 3"



DE GUADALAJARA AL NORTE EN UN AUTOBÚS “FLECHA ROJA”. –


“Camioncito Flecha Roja/ no te lleves a mi amor/mira cómo me dejas/ hecho pedazos el corazón”.

Canción atribuida a Oscar Chávez en 1978.


Así como después de la más negra noche suele haber un luminoso amanecer, en octubre de 1967 se "alinearon las estrellas” a favor de nuestra familia y tuvimos esperanzas de volvernos a reunir.


Al final del mes Hernán y yo (que seguíamos estando en Villa de Álvarez) recibimos un telegrama y un giro. En el giro nos enviaron dinero para dos pasajes de Colima a Ciudad Juárez. Y en el primero, con la típica redacción telegráfica, nuestra madre nos indicó: "Suplencia IMSS terminase último octubre (punto). Salgo Juárez vía Calexico inmediatamente" (punto).


Así que me fui a la escuela Morelos y a la Secundaria 13 para requerir nuestras constancias de estudios. Hernán cursaba el sexto de primaria y yo el segundo de secundaria.


En agosto anterior, con una parte de lo que habíamos ganado en las labores del campo, nos fuimos los dos a comprar nuestros uniformes escolares en la tienda de Secundino Ahumada, que era por entonces la única tienda de Villa de Álvarez en donde vendían ropa de fábrica, y nos fuimos también a casa de doña María González a comprar un par de zapatos para cada uno.


Mis zapatos eran unos "choclos de metedera" y sin cabetes. Y si menciono todo esto fue porque ese mismo mes coincidió que, luego de bañarme con el chorro de una canaleja en un tormentón que cayó una de esas tardes, me dio un terrible resfriado y tuve tres días de fiebre y calentura en los que según parece me di el estirón de la adolescencia porque en la mañanita del 16 de Septiembre, cuando me puse el uniforme nuevo para irme a desfilar, las mangas de la camisa me quedaban cortas y el pantalón rabón, como de brincacharcos.


Pero como ya no era tiempo de hacer nada, me aguanté la vergüenza y así tuve que desfilar.


Hernán y Abelardo Ahumada González 16 de septiembre de 1967.


Llegó, pues, noviembre y el día tres o cuatro nos fuimos a despedir de los tíos, los primos y los amigos más cercanos y, acompañados por nuestra querida tía Pachita, la mañana del día siguiente abordamos un autobús para Guadalajara.



En la misma Central Camionera, que quedaba entonces muy cerca del famosísimo Parque del Agua Azul" y calle de por medio con una panadería que hacía unos “birotes” gigantes, reservamos dos boletos para la salida de las 8 de la noche, en los autobuses Flecha Roja, y cargando con un único veliz, en el que llevábamos un par de cambios y un suéter para cada quien, y una cajita de cartón amarrada con ixtle, en la que llevábamos un par de cocadas, un kilo de alfajor y dos botellas de ponche de granada que no sé quién nos encargó, nos fuimos a visitar unos parientes mientras llegaba la hora.


En esa famosa panadería fabricaban bolillos enormes, hasta de un metro de largos.


A las 7:15 tomamos otro taxi a la central y como a los cinco minutos para las ocho, llorando mi tía y yo a lágrima viva, ella nos abrazó a cada uno y nos cubrió con sus bendiciones.


Mi hermano, al que apenas le faltaba un mes para cumplir los 12 años, aguantó la triste despedida sin llorar. Y así ha seguido él, haciéndose siempre el fuerte, aunque yo sé que es un sentimental.


En aquel tiempo Guadalajara casi se terminaba en donde estaba el Estadio Jalisco, y por ahí se fue el autobús hasta detenerse cinco minutos en una terminalita de uno de tantos pueblos que luego se tragó la ciudad. Y desde allí ya sólo nos quedaba enfrente un largo recorrido de 24 horas hacia lo desconocido.


En mi cabeza de adolescente había muchos sentimientos y pensamientos encontrados, pero uno de los más fuertes era de cierto coraje y resentimiento con la vida por lo muy mal que nos había tratado durante los tres años anteriores.


En eso llegamos a un bonito pueblo de Zacatecas que se llama Juchipila y como uno de los choferes nos avisó que duraríamos diez minutos allí, me bajé a orinar, pero Hernán no quiso y siguió dormido.


Ahí se subió un muchacho como de entre 20 y 23 años que por alguna inexplicable razón me cayó muy bien. Pero el camión avanzó de nuevo y me olvidé del asunto.


Salió la Luna en algún momento y la oscuridad del paisaje disminuyó con su resplandor, pudiendo ver claramente el perfil de los numerosos cerros.


Como a las 10 y media Hernán me dijo: "Abe ya me anda de hacer del dos". - Espérate a que lleguemos a un pueblo. Le dije yo, pero a los cinco minutos me advirtió, ya con un tono amenazador: "¡Dile al chofer que se pare o me voy a hacer en los pantalones!"


Así que con todo y mi gran vergüenza fui a dar el apremiante aviso y el hombre no tuvo más remedio que buscar un espacio donde se pudiese salir de la carretera.


Había luna, como dije, y rapidísimo nos fuimos detrás del camión para que nadie viera la escena, pero resultó que mi hermanito no era el único con tales urgencias y doce o quince personas se tuvieron que desparramar más lejos para que nadie viera sus vergüenzas bajo la claridad lunar.


Muchos años después, habiendo tenido oportunidad de manejar por esa carretera, me detuve otra vez junto a la entrada del rancho El Soyate.


Con toda la intención me quedé abajo para ser el último en subir y le pedí permiso al chofer de irme un rato parado en los escalones de la entrada. A los cien metros estaba un letrero que brilló con la luz de los faros: "El Soyate", decía. Y le pregunté al conductor que significaría eso. "Es un rancho que está haciendo Antonio Aguilar, el artista. El que según dice nació en un pueblo de por aquí muy cerca".


Y yo le platiqué entonces al chofer que en febrero de ese mismo año yo había tenido la oportunidad de ver por tercera vez el espectáculo ecuestre que "El Charro Cantor", como también lo anunciaban, había presentado precisamente en la Plaza de Toros de Villa de Álvarez y que me había tocado saludarlo de mano cuando, habiendo resguardado sus finos caballos en los corrales de una parienta mía, frente a la presidencia municipal del pueblo, él fue a revisarlos, mientras que un montón de chiquillos los estábamos admirando. En especial a uno lleno de manchas negras, como si fuera un perro dálmata que se hubiera convertido en caballo, y que se llamaba "El Zacatecas".


Y después de eso me fui a dormir, pero el suetercito que llevaba no lograba quitarme el frío, mis rodillas topaban en el asiento de enfrente y, bueno, sólo y a muy duras penas, dormité.


Ya muy de madrugada el autobús se detuvo. Vi que los dos choferes se bajaron del camión y se metieron a una especie de restaurante o fonda. Los siguieron otros señores y me bajé yo también. Era una orilla del pueblo de Cuencamé, Durango, y como vi que los choferes se sentaron en una mesa y pidieron algo para comer, compré también un café y un pan.


El café terminó por espantar mi sueño antes de que, con las primeras luces del día me espantara yo al observar el desolado paisaje del semidesierto duranguense.


De la noche a la mañana pasamos, como quien dice, de la selva al desierto.


Mi alma como que se apachurró al ver toda aquella resequedad, los chaparrales opacos y las pobres casuchillas que, a manera de ranchos, iban apareciendo de tanto en tanto.


Pero ya se me alargó mucho este capítulo y tendré que dejar lo que sigue para después.

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