“La Chaveña 5”
Por Abelardo Ahumada
“La Chaveña 5”
EL FELIZ REENCUENTRO. –
El casi medio año de forzada separación que nuestra familia había experimentado se olvidó desde el momento mismo en que el taxi se estacionó frente a la casa de mis tíos Félix y Carmen, y cuando seguramente estando a la expectativa, nuestros hermanos menores, Lucy y Maike, salieron a todo correr, seguidos de Socorro, la mayor, y los tíos.
Nos abrazamos con alegría y comenzamos a platicar de todo lo que teníamos pendiente. No hubo cena especial pero los frijolitos fritos, el cafecito recién hecho, las habituales tortillas de harina y el queso fresco que mi propia tía fabricaba, se convirtieron en el mejor manjar de los que hubiésemos comido en largo tiempo.
La casa de los tíos estaba situada en una esquina y se veía que era de adobe, de muros altos y techo de terrado, pero a diferencia de las casas colimotas (exceptuando una que otra de Manzanillo), tenía telas de mosquitero en sus ventanas y en la puerta que daba a la calle y en que daba al corral, donde tenían un pequeño establo de vacas de ordeña; los vidrios de las ventanas no se abrían a los lados sino de la mitad hacia arriba, el techo estaba provisto de cielo raso y el piso tenía coloridos diseños distintos en cada habitación, pero no eran mosaicos de losetas sino de una especie de material plastificado al que, luego supe, le llamaban “linóleo”, y se vendía en rollos en algunas tiendas de El Paso.
La tía Carmen Ahumada y el tío Félix Cárdenas se casaron en Colima, creo que en 1961, ya de edad avanzada. En la foto, a la izquierda, como testigos o padrinos (no sé) Lupe Cárdenas Cortés, Cuca Cabrera Fuentes, Adolfo Cárdenas Cortés y, en la derecha, mis también tíos, (ellos sí como padrinos) Elisa Pérez y Carlos Alcaraz Ahumada.
Como a las 10 de la noche nuestros padres nos indicaron que debíamos retirarnos porque el tío Félix debía madrugar para ir a la ordeña. Y salimos de nuevo al frío, el que como ya iba enchamarrado, con la gorra y las orejeras puestas, no me pareció tan fuerte como cuando nos bajamos del autobús.
Mi papá acababa de rentar una casita a sólo tres cuadras de allí, y aunque sólo tenía la estufa, la mesa y unos cuantos muebles, me pareció muy acogedora.
Aquella noche y algunas sucesivas, Maike, Hernán y yo dormimos en un tendido de ponchos y colchas, mientras que en la cocina brillaba la luz de la mecha encendida de un calentón de vidrio refractario que consumía gasolina blanca, muy parecido (pero mucho más grande), por cierto, a los aparatos de bombilla y petróleo con que nos iluminábamos en Colima durante las noches en que se iba la luz.
La inmensa mayoría de las casas no contaban con calefacción, sino con calentones de mecha con vidrios refractarios parecidos a éste.
Todas las ventanas debían permanecer cerradas, menos la del bañito para que hubiera algo de ventilación, pero por sus más pequeñas rendijas y por las partes alta y baja de las puertas entraban chifloncitos de aire frío que al menos durante esa primera noche me dificultaron dormir.
Mi mamá, quien a no dudar se levantó esa mañana contentísima de ver a toda su prole ya reunida, se fue temprano a la casa de mi tía Carmen de donde trajo dos litros de leche recién ordeñada, y de la tienda más próxima: bolillos, una docena de huevos y una bolsa de plástico con frijoles ya previamente cocidos. Hecho que me pareció una gran innovación.
EL BARRIO. –
Tarde se me hacía para salir a conocer el barrio, y en cuanto salimos los tres varones, pues Lucy era muy pequeña y Socorro vivía con los tíos y trabajaba en el centro, Maike, al que le faltaban sólo tres semanas para cumplir los 10 años, se convirtió en nuestro guía. Pero antes de salir nos advirtió: “No vayan a llevarse sus gorras de orejeras porque los demás chiquillos se van a burlar… tampoco se les vaya a ocurrir pedir unos birotes cuando vayan a la tienda, porque ‘andar a birote aquí’ significa andar encuerados. Ah, y tampoco vayan a decir ‘pucha’, porque puchar aquí quiere decir empujar”. Y nosotros nos reímos un tanto asombrados.
Maike, al que sólo les faltaban tres semanas para cumplir 10 años, nos llevó ese día, a pie, hasta el Puente Internacional Paso del Norte.
La mañana, fría pero luminosa, nos mostró un cielo muy azul y limpio de nubes como el que desde la víspera había advertido yo en las desérticas llanuras, y por el lado sur, mucho más allá de donde parecían estar las orillas de la ciudad, la figura imponente de pedregoso ‘Cerro Bola’, que es para Ciudad Juárez, casi como el ‘Cerro de la Silla’ para Monterrey.
El Cerro Bola
Era evidente que estábamos en la parte más alta de una pequeña loma, y que cuando construyeron la casa donde acabábamos de pernoctar, la calle no estaba aún pavimentada, puesto que, cuando ya le dieron su nivel final, el piso de nuestra casa y las de los vecinos cercanos quedó dos escalones más abajo que el nivel de la banqueta.
La calle era, sin embargo, muy recta y bastante ancha, como las que habíamos visto en casi todas partes desde Torreón y, por otra parte, como ya estaba yo con mi gente, el ánimo disparejo que había tenido en los días previos se disipó durante la noche, y hasta el pobre barrio me empezó a gustar.
Y digo que era pobre, porque las casas, en su mayoría, eran chaparritas, angostas, pequeñas. Y no tardé mucho en enterarme de que, en toda esa zona, y en varias de Juárez, abundaban las vecindades de múltiples cuartos mal llamadas viviendas, con las que, aprovechándose de la necesidad de muchas personas llegadas de todas partes de México, los terratenientes urbanos y los caseros gandallas hacían mucho dinero.
Maike andaba contentísimo con la presencia de sus dos hermanos mayores, y como ese día era sábado, lo primero que hizo fue llevarnos a conocer el colegio “Tercer Centenario”, en donde cursaba el cuarto de primaria, ubicado en la parte posterior del templo parroquial de Cristo Rey.
Entramos al templo para santiguarnos y dar gracias a Dios porque nos había ido muy bien durante el largo viaje y porque la familia se había vuelto a reunir. Luego nos llevó por la avenida Belisario Domínguez hasta el entronque con la 5 de Febrero, en donde nos mostró uno de los principales edificios de la Colonia Chaveña: la arena de box y lucha del famoso luchador “Gori Guerrero”, cuya fachada y acceso principal parecían de un antiguo cine.
Se veían muchas fotos de luchadores en las paredes, pero la reja estaba cerrada y no pudimos entrar. Aunque tiempo después las vi: algunas eran del propio “Gori” con ‘El Santo’, con ‘Black Shadow’, don ‘Blue Demon’, y otras de muchos luchadores famosos.
El Santo y Gori Guerrero.
Unos arbolillos raquíticos y casi sin hojas aparecían en prácticamente todas las casas que tenían un patiecito al frente. Y en muchos de ellos se notaba que habían sido varias veces podados, pero no eran álamos sino olmos, o algo así.
Todavía, en el 2008 que volví a ir, así eran las calles típicas de La Chaveña.
EL CENTRO, LA ADUANA Y … “EL NOA NOA”. –
Mi percepción de la víspera sobre los taxis se confirmó esa mañana: todos, absolutamente todos, eran de modelos de los 40as y de los 50as, y los autobuses urbanos también, como si hubiesen sido los transportes escolares o militares de las ciudades gringas durante la Segunda Guerra Mundial o un poco después. Vieja presencia vehicular que le daba al panorama urbano un aire de decrepitud que contrastaba con la multitud de autos particulares de modelos mucho más recientes.
Llegamos así hasta la glorieta de la famosa ‘Pila de la Chaveña’, un interesante rincón de barrio en el que hacia el oriente se acababa de abrir el trazo de la Avenida Insurgentes, y que a sólo dos cuadras de allí contaba con el primer paso a desnivel que hubo en la ciudad, y que pasaba debajo de las vías del ferrocarril.
Maike nos condujo de nuevo por la calle Miguel Ahumada hasta la parte posterior del viejo edificio porfirista donde se hallaban un patio gigantesco y los almacenes de la Aduana Fronteriza, en los que se hallaban un montón de autos, maquinaria, aparatos eléctricos y diversas mercancías incautadas a quienes no habían pagado impuestos, o a los contrabandistas.
Me pareció rarísimo, pero la totalidad de los taxis y un gran número de los autos que circulaban por la avenida 16 de Septiembre y junto al edificio de la Aduana (izquierda), eran modelos de los años 50as.
A sólo una cuadra de allí está la avenida Juárez, la más antigua de la ciudad, y que no era otra cosa más que el último tramo del territorio mexicano que recorrían los viajeros de finales del siglo XIX, a los que todavía les tocó recorrer algunas jornadas por “el Camino Real de Tierra Adentro”, que en sus inicios arrancó desde la ciudad de México.
Y otra de las rarezas que me tocó observar esa mañana allí, fue que, a pesar de estar llena de construcciones bastante modernas y llenas de anuncios que por las noches se iluminaban, por ambas avenidas circulaban viejos tranvías pertenecientes a una muy antigua compañía norteamericana.
“El Maike” nos llevó a caminar por las banquetas de la Avenida Juárez. Mismas que hacia las 11 de la mañana estaban comenzando a llenarse de turistas gringos y “pochos” (mexicoamericanos) mirujeando las tiendas de artesanías traídas, al parecer desde Tlaquepaque, Morelia y Guanajuato.
Abundaban en esas tiendas vistosos “sombreros de charro” que los verdaderos charros nunca se pondrían jamás, y cantidad de engañosos cuadros “pintados al óleo”, con colores casi fosforescentes, en los que según eso se mostraban (a los ingenuos turistas) idílicos paisajes y escenas campiranas de “the old México” (el viejo México).
Había también otras tiendas destinadas a los viajeros mexicanos que habían llegado a la ciudad sin pasaporte y que, por ende, no podían pasar “al otro lado”. Pero, a diferencia de las primeras, en sus aparadores se exhibían numerosos productos de importación de más o menos buena calidad, porque la “fayuca” china todavía no llegaba a la frontera.
En el resto de la calle había un montón de tugurios entre los que proliferaban las cantinas de mala muerte, los cabarés, los salones de burlesque y un pequeño e insignificante salón de baile que con el tiempo se haría famosísimo: “El Noa Noa”.
UNA MRADA DESDE EL PUENTE INTERNACIONAL. –
Cabe decir que mi hermano Hernán y yo íbamos cabalmente asombrados por todo lo que ahí veíamos. Y así, caminando, llegamos a los pórticos del antiguo Puente Internacional del Paso del Norte, también conocido como Santa Fe, y que unos metros más adelante se prolongaba con otro, modernísimo, recién inaugurado, que cruzaba por el cauce del Río Bravo recientemente canalizado por los gobiernos federales de México y los Estados.
Pagamos los centavitos que nos cobraron en la garita y, acompañados por un montón de peatones más, transitamos sobre ambos puentes.
Exactamente junto a ese obelisco metálico que se mira a la izquierda de la foto nos detuvimos, mis hermanos y yo, a observar el trajín del Puente Internacional Santa Fe, que acababan de inaugurar en octubre de 1967.
Nos detuvimos justo en la mitad del puente nuevo en donde acababan de poner un pequeño obelisco de acero inoxidable que, tanto en inglés como en español, señalaba el límite de la frontera de ambos países.
Vista de El Paso, desde la orilla mexicana del Río Bravo. Foto tomada en los últimos días de 2008.
Cómo me hubiera gustado traer una cámara entonces para haber podido conservar nuestro primer arribo al extremo norte de México, pero a falta de fotos, déjenme decirles que al observar las primeras cuadras de El Paso, inmediatamente ubicamos el centro de la ciudad, por el conjunto de edificios ejecutivos que, sin ser demasiado altos aún, pues a lo más contaban con unos 18 pisos, mostraban una gran diferencia respecto al centro de Ciudad Juárez, en donde los edificios más altos no pasaban aún de los tres o cuatro niveles, y en donde lo más destacado eran las torres de su Catedral, y lo más notorio era, por el lado poniente, un montonal de pequeñas lomas cubiertas de casas precarias.
Esta foto la tomé prestada de un blog de un sacerdote de la diócesis de Juárez. A la izquierda, la antigua Misión de Guadalupe. A la derecha la Catedral, y al fondo, el poniente de la ciudad.
Hacia el rumbo sur, aparte del Cerro Bola, era notable que, divididas longitudinalmente por las vías del tren, había un sinfín de colonias a medio urbanizar. Pero para el oriente, en tierras relativamente parejas, que anteriormente formaron parte del muy fértil Valle de Juárez, estaba, sin duda, la mejor zona de toda la ciudad, con los edificios más modernos, los hoteles de más caché, los mejores espacios comerciales, las avenidas más amplias y bonitas, dos plazas de toros, un estadio, un galgódromo y las colonias y los fraccionamientos de las clases media y alta.
Todo eso lo alcanzamos a vislumbrar desde la parte más elevada del puente y, con el paso de los días lo confirmamos después.
Grosso modo esa era, con todos los defectos y cualidades que haya podido tener, la ciudad a donde Dios, el destino, la buena o la mala suerte nos habían llevado, y lo único que nosotros podríamos hacer era, dadas las circunstancias, tratar de adaptarnos para sobrevivir allí.
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