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La primera nevada

Por Abelardo Ahumada.

LA PRIMERA NEVADA


Esto que hoy escribo sucedió en Ciudad Juárez, Chih., a principios de diciembre de 1967, cuando mi hermano Hernán (de 11 años) y yo de 13, acabábamos de cumplir un mes de habernos ido a reunir allá con nuestros padres, nuestra hermana mayor y nuestros hermanos menores:


Era el 1° de diciembre, y lo recuerdo muy bien porque Miguel, o “Maike”, como le decimos al más pequeño de los varones, cumplió ese día 10 años y porque, aparte de eso, ¡amaneció nevando!


Vivíamos en una casa pequeña y chaparrita de muros de adobe y techo de terrado, situada en la parte más alta de lo que había sido una loma, y como no estábamos acostumbrados al frío, mi madre había comprado en El Paso un “calentón” que funcionaba a base de “gasolina blanca” o “petróleo diáfano”, que era muy parecido a los “aparatos de petróleo” o quinqués con que solíamos iluminar las casas de Colima durante las noches en que se iba la luz. Pero con la salvedad de que era como cinco veces más grande, y que en vez de mecha vertical tenía mecha circular, y en vez de una simple bombilla tenía gruesos cristales refractarios que distribuían el calor en el área más cercana.


Recuerdo también que era sábado porque esa mañana no fuimos a la escuela, y porque al día siguiente, domingo, todavía la calle estaba cubierta de hielo.


Pero hecho fue que, sin sospechar siquiera que ese día habría nieve en la ciudad, me desperté temprano y con hambre. Los números rojos del reloj del radio de mi papá marcaban las 7:15 pero afuera estaba todavía oscuro.


Mi madre, para esa época nos había comprado una especie de pijamas térmicas con las que mi papá y yo, friolentos, no sólo dormíamos, sino que nos las dejábamos puestas bajo la ropa.



Así que, para no resfriarme, me puse rápidamente mi pantalón, mi camisa, un suéter y una chamarra encima. Y antes de irme a lavar al baño, me fui directo hasta la cocina para subirle un poco más la mecha al calentón porque la casa parecía un refrigerador.


Tenía ganas de beber algo caliente y se me antojó un “Nescafé” con leche, pero como el frasco se había acabado la víspera, busqué unos pesos en el monedero de mi mamá, me puse unos guantes de mi padre, me enjareté un gorro como de antiguo aviador y, cruzando la calle, me fui a la tienda más cercana.


En Juárez, por estar tan al norte, las noches de otoño y de invierno son muchísimo más largas que en todos los pueblos y ciudades del centro y del sur de México, de manera que cuando ya iba de regreso a la casa apenas estaba comenzando a clarear, pero se veía el cielo completamente gris y aun cuando no se había aún instalado oficialmente el invierno (que según eso inicia el 21 o 22 de diciembre), para mi percepción estaba haciendo un frío de los mil demonios.


Caminé unos cuantos pasos por la banqueta y, cuando estaba por cruzar la calle de regreso, sucedió algo que jamás había visto: ¡Comenzaron a caer los primeros copos de la que unas horas después se convertiría en la primera nevada de aquel gélido y feliz diciembre!


Al principio fueron unos cuantos copos que no llegaban a cuajarse sobre el suelo, pero sí alcancé a sentirlos en la piel de la cara y, aunque para millones de personas el hecho de ver caer la nieve sea una cosa ordinaria, para mí no lo era, y por eso lo platico.



Nosotros ya habíamos visto las altas cumbres de los Volcanes de Colima cubiertas de nieve, pero ninguno había visto nevar de cerquitas. Así que entusiasmado porque mis hermanos vieran también aquel espectáculo los fui a despertar.


Maike y Lucy no querían abrir los ojos, pero en cuanto les dije: “¡Levántense, está nevando!”, se les quitó lo modorro, se comenzaron a vestir y, antes de que estuviera el desayuno listo, y sin que le hubiésemos podido cantar “Las Mañanitas” al cumpleañero, salimos los cuatro a la calle.


La nevada había arreciado ya, y “las plumillas” (como les dicen allá a los copos) caían formando remolinos y se posaban sobre el pavimento, las banquetas y los autos estacionados, cubriéndolos con una capa cada vez más gruesa.


Entre las nueve y las diez ya había suficiente nieve en el suelo y en los capacetes de los carros como para que se pudiesen hacer bolas con ella, y no tardó mucho para que entre el montón de niños y adolescentes que había en esa hora en la calle, empezaran a desarrollarse pequeñas batallas campales a base de bolazos. Batallas en las que, tímidos al principio, mis hermanos y yo nos dispusimos a participar también.


La mejor y más grande de todas las casas del barrio estaba en una esquina y tenía un bonito “porche” y un patio con forma de “L” al frente. En esa casa vivían Andrés y Julieta Rodríguez Castañeda, dos muchachos como de nuestra edad que después fueron nuestros buenos amigos, y fue ahí donde se comenzó a reunir una chorcha de chiquillos que, pese a tener ya casi amoratadas las manos por hacer tantas bolas, comenzaron a construir el primer muñeco de nieve que a nosotros nos tocó ver en la vida real y no nada más en las películas.



El muñeco terminó midiendo como metro y medio de alto. Luego la mamá de Andrés (o alguno de sus hermanos mayores) le puso una bufanda, un gorro de lana, una zanahoria a modo de nariz y dos grandes botones a manera de ojos, y creo que también hasta una escoba en una de sus “manos”.


Para ese rato cabe decir que nuestros zapatos y calcetines estaban totalmente mojados y los pies heladísimos, pero no nos queríamos meter a la casa.


Al rato, sin embargo, el hambre y la amenaza de congelamiento de los pies nos obligó a volver.


Nos quitamos los zapatos inmediatamente. A Maike y a Lucy ya les habían comprado un par de tenis, que luego cambiaron por sus zapatos mojados, pero como Hernán y yo teníamos menos de un mes de haber llegado a Juárez sólo teníamos el consabido par de huaraches que cotidianamente usábamos en Colima. Así que, si queríamos volver a salir a jugar en la nieve, era obligado que nos los volviéramos a poner, pero nos daba un poco de vergüenza salir con ellos porque en Juárez nadie los usaba.


Pudo más, sin embargo, nuestro deseo de seguir disfrutando la nevada y, pensando en el modo en que podríamos impedir que la nieve nos mojara tanto, nos pusimos un primer par de calcetines; luego los cubrimos con bolsas de plástico y encima de ellos un segundo par, antes de terminar calzándonos los huaraches y salir otra vez a la calle, en la que el constante paso de los vehículos y el correr de los niños ya estaba convirtiendo la nieve en un lodo café.



Ya cerca del medio día la calle se empezó a vaciar de niños y volvimos a nuestra pequeña casa; nos quitamos los huaraches igual de mojados ya; los pusimos a secar junto a los zapatos alrededor del “calentón” y, después de comer nos pasamos toda la tarde adentro, viendo las caricaturas en inglés en un canal de televisión que transmitía su señal desde la Montaña Franklin, en El Paso.


Debió nevar durante toda la noche siguiente, porque cuando amaneció el domingo y abrimos la puerta para salir, todos los coches estaban cubiertos como con veinticinco o treinta centímetros de nieve, y el lodo que había quedado en las calles y en las banquetas durante la tarde anterior se había vuelto hielo, dejando las aceras y el pavimiento resbalosísimos, provocando con eso que los autos derraparan y no pocas personas se deslizaran y cayeran al suelo.


A cuadra y media de nuestra casa terminaba loma sobre la que vivíamos, y ese tramo de la calle, por ende, se convirtió en una resbaladilla gigante en la que creo que todos los chiquillos del barrio y de otras cuadras cercanas se reunieron a disfrutar los resbalones y a participar en las batallas con bolas de nieve.



Una vez más nuestros zapatos se volvieron a mojar y reaparecimos “enguarachados” en las calles como los típicos rancheritos que acababan de llegar de algún desconocido pueblo del sur.


Y, luego, como resultado de haber estado expuestos a tan desacostumbradas condiciones climáticas, casi sobra decir que nos dio calentura y gripe, pero ¡ah cómo disfrutamos aquella primera nevada! Una que, por cierto, el periódico “El Fronterizo” calificó como “la más intensa de los últimos cuarenta años”.

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