Ágora: De milagros a milagros
- Emanuel del Toro
- hace 1 día
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De milagros a milagros. Una reflexión laica en torno a la Semana Santa.
Por: Emanuel del Toro.
A consideración de las actuales festividades religiosas del catolicismo, conocidas bajo el apelativo de Semana Santa o Semana Mayor, conviene apuntar que más allá del recuerdo que esta fecha supone para quien se dice cristiano, –ya sea por convicción o tradición–, así como del deleite de propios y extraños en el disfrute de un periodo vacacional instituido a nivel público. Lo más relevante (y olvidado), –sin que ello suponga la aprobación a ciertas creencias–, es el mensaje de fraternidad y comunión que la celebración intenta trasmitir.
Bajo esta lógica, –si se quiere estrictamente social y/o laica-vivencial–, no resulta del todo claro, que la ausencia o práctica de ciertos ritos y/o fórmulas litúrgicas, nos hagan mejores personas. De acuerdo con los principios enunciados hace dos mil años, por un hombre hebreo de nombre Yah-shua, –mal castellanizado como Jesús–, si bien los ritos religiosos son importantes a nivel de tradiciones, por que favorecen una mejor convivencia social, no definen nuestro valor como personas de bien, tal y como según la tradición, expreso en numerosas oportunidades a los llamados doctores de la ley, a quienes reprochó su falsedad e incongruencia al predicar una espiritualidad fetiche, sumamente concentrada en cumplir las formas, pero vacía y/o carente de toda vocación social.
Aun con el apropio de las fechas presentes a manos del cristianismo moderno, es importante recordar que tal celebración tiene origen en la idea del perdón como fundamento de la vida en sociedad, porque como tal, Jesús se hallaba consciente de que el ejercicio de cualquier rito, carece de sentido, sin la práctica permanente de principios que posibiliten la convivencia armónica de todos.
De ahí que en reiteradas oportunidades predicara con suma claridad, bajo la fórmula de: Amaos los unos a los otros. Por ello resulta tan sorprendente, como penoso, ese empeño compulsivo que muestran algunos trasnochados y/o fanáticos puristas de las formas, por cumplir con determinados preceptos o tradiciones, como se puede constatar año con año, en cosas tan vanas como las exigencias culinarias que se observan durante las actuales festividades religiosas.
Exigencias que por su rigurosidad y/o sus implicaciones simbólicas, –que poco o nada tienen que ver el sentido original del mensaje que originalmente se intentaba trasmitir–, llegan a veces a pesar de tal modo sobre la economía doméstica, que se convierten en una carga que supera por mucho el esfuerzo de su cumplimiento. Lo que resulta una total ridiculez, si se tiene presente que más allá del comer o no determinados alimentos, la realidad de tales prácticas, no se refiere a su consumo, tanto como a la necesidad de moderar (al menos un rato), el apetito desenfrenado del individualismo que caracteriza nuestra actual sociedad.
Cuando así se observa, se puede caer en la cuenta de que pese a impresiones superficiales, en ese precepto del “no comer carne”, que mañosamente nos legaron los evangelizadores españoles con una interpretación culinaria, el precepto invita a abstenerse de forma voluntaria y momentánea, de cultivar el individualismo, la vanidad o la lascivia, actitudes que en exceso subordinan nuestras capacidades, a la satisfacción de caprichos que minan los principios del amor y el respeto como acuerdos sociales básicos de convivencia.
Por cierto, a propósito del significado de la también llamada Semana Mayor, cabe advertir que otro tanto ocurre con numerosos iconos de la teología cristiana, que hoy subsisten totalmente viciados y vaciados de su sentido original, de tal suerte que la más de las veces constituyen una colección de fetiches del dogma, como la virginidad de María, la santidad de los contemporáneos de Jesús, el perdón de los pecados, o la divinidad de Jesús, en su mayoría, dogmas de fe formulados e impuestos a la fuerza, por la mano del emperador romano Constantino, “El grande”, durante el Concilio de Nicea, convocado en el año 325 de nuestra era, como una movida política para unificar su imperio.
Así pues, el más grande milagro del que me confieso admirador en la figura de ese Jesús plenamente humano en el que creo, con la teología de la dignidad personal como baluarte; porque como todos, dormía, comía, vivía y hasta mentaba la madre, no es ni la multiplicación de los panes, o el caminar sobre las aguas que le atribuyen las llamadas Sagradas Escrituras, sino la audacia personal y/o la provocación propia de formular un discurso revolucionario, por demás adelantando a su época, ya que pese a la sencillez de sus palabras, el suyo fue un discurso que recuperó el valor de la condición humana, la solidaridad, la compasión y el amor sincero, todo ello en una época caracterizada por la exclusión, el esclavismo y la constricción de la libertad. Lo cual se dice fácil, pero no lo es.
Tan no lo es, que aún hoy a dos milenios de su paso por la historia, la que se dice o afirma como su propia iglesia sucesora, sigue esperando por volver una realidad objetiva, lo que llevan siglos pregonando a nivel discursivo, con todo y que la más de las veces han sido los propios jerarcas de su iglesia, los que se han cansado de vivir al margen de todo lo que oficialmente predican.
Lo que la figura de Jesús pone de relieve, –muy a pesar de la propia curia que representa a su iglesia formal más popular en la actualidad–, es que hay de milagros a milagros. Después de todo, nadie que se piense verdaderamente conmovido y/o inspirado por lo que el cristianismo pretendió ser hasta que la propia Iglesia Católica tomó forma y lo desfiguró, –un genuino camino de búsqueda interior para trascender los múltiples velos de lo aparente–, se puede pensar que semejante Iglesia siga conservando un mínimo de verdad en sí misma. Realidad que saben de sobra, tanto sus jerarcas, como quienes de ella viven.
De ahí la iracunda reacción que el librepensamiento de una espiritualidad orientada por la búsqueda interior del conocimiento les despierta, de ahí también la mezquindad con la que sistemáticamente proceden para no darle respiro alguno a quienes osan discutir y/o cuestionar su hegemonía simbólica y discursiva; porque una sociedad carente del valor para pensar por sí misma, siempre será mucho más fácil de controlar y/o manipular, que aquella donde la totalidad de sus integrantes forman comunidad, lo mismo para ejercer la solidaridad diaria, que para acrecentar sus posibilidades de desarrollarse en el más amplio sentido de la palabra.
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