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Ágora: La vida y sus claroscuros

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • hace 23 minutos
  • 5 Min. de lectura

La vida y sus claroscuros. Un comentario personal en torno al valor de ser más humanos.

 

Por Emanuel del Toro.

 

Una de las circunstancias más complicadas y/o difíciles de la vida, tiene que ver con terminar por entender, que a veces, no por mucho que quieras a quienes más importantes consideras, significa que tendrás la posibilidad de ayudarles o hacer por ellos todo lo que humanamente quisieras. No es fácil aceptarlo, tal vez sea por ello que se lo diga o no, siempre prevalece la esperanza, –ya lo mismo por estima que por buena voluntad–, de que quizá conseguiremos arrancar de sus problemas más severos a quienes más queremos.

 

Vaya si somos extraños los seres humanos, con dolorosa frecuencia tenemos más tiempo para enterrar difuntos, que para compartir la sal o el pan con los vivos; hay más facilidad para llorarle al pie de la tumba a un pariente o un amigo muerto, que para acercarse en vida los unos a los otros y sobreponerse a cualquier diferencia real o figurada. Dejamos lo vital para después: lo humano; al tiempo que pensamos que tendremos tiempo más delante para enmendar cualquier tropiezo o insuficiencia, hasta que un día sin darnos cuenta, no queda ya más vida.

 

Y se repite siempre esa triste historia de terminar conociendo a quienes se van, más por oídas de cualquier otro cuando ya no están, que por lo que se convivió o reconoció a titulo personal. ¿Pero importa? No señor, que va andar importanto algo así, si realmente se pensara que sí, habría que decir que lo que importa, aporta, toca, conmueve o mueve y cimbra, y ya está más que visto que tratar de humanizarnos, hoy en día nos tiene sin el más mínimo cuidado.

 

Desde luego, lo menos por decir al respecto, es que no para todos tiene porque ser del mismo modo. Porque posibles hay tantos, como personas y opiniones en el mundo existen. En ese sentido no habrá de faltar quien incluso sugiera que es un tema de edad y/o de maduración personal. Pero si he de ser sincero, no sé si la madurez depende de la edad, tanto como de la disposición de aprender a ser flexibles y sobre todo genuinamente humanos o solidarios.

 

Lo mismo se ve personas de 50 años o más, cometiendo y/o reincidiendo en todo tipo de errores o excesos e insuficiencias; que gente de 30 años o menos, que excepcionalmente logra mayor entereza en su vida, sin que tal aprendizaje tenga por condición tener una edad u otra. Que si, que a lo mejor esos escenarios sean excepcionales, de acuerdo. Pero el punto es que la edad será lo de menos en cuestión sensatez o madurez, si no se tiene la apertura de ser abiertos y flexibles a cuestionarnos nuestros propios referentes. Algo que tendría que ocurrir a todos por igual sin menoscabo de su edad.

 

¿Que por qué lo digo de este modo? A veces se llega a ver de personas de edades muy avanzadas, que son por demás intransigentes o soberbias, y que se creen que por su edad, tienen las respuestas a todos los problemas de la vida, sin darse cuenta que hay muchos aspectos del mundo actual, –que nos gusten o no–, ya no funcionan como antaño lo hacían. Lo único que echo de menos en este tema, es lo mucho que nos estamos perdiendo en no tener más comunicación intergeneracional, capaz si la propiciáramos o la alentáramos con mayor frecuencia, aprenderíamos de la vida misma con mayor rapidez y menos sinsabores. Pero como bien se escucha que se dice en la calle: Nadie escarmienta en cabeza ajena; o lo que es lo mismo, rara vez aprendemos de la experiencia de terceros.

 

Lo que ocurre en buena medida, tanto por soberbia, como por candor e ingenuidad y experiencia. En ese sentido, lo menos que puedo decir, es que en la vida, las cosas son remplazables, las personas jamás. Que vamos, es esencial y/o fundamental aprender a reconocerlo; que el peso y el paso de la vida no nos quiten la noción de la importancia del camino recorrido, porque la vida toma su mayor valor en el caudal de lo compartido con nuestros semejantes, y no tanto de lo que conseguimos acumular en posesiones o patrimonio material.

 

La vida es una realización permanente de actos, cuyo valor reviste toda su importancia en el contenido humano que nos permitimos o no compartir con otros parecidos a uno mismo, cualquier otra cosa es intrascendente. No importa cuánto juntes en cachivaches y/o recursos materiales, al final sólo hemos de cargar el peso de lo hecho y lo no hecho... Porque claro, no hacer algo, es también una manera de decidir, y es además una terriblemente triste, porque se da por auto inhibición o auto descarte. Cuando seamos o no conscientes, todo sobre de cualquiera, se trata de ser el tipo de persona que te gustaría que otros fueran contigo mismo. Y que lo hagamos genuinamente convencidos, o mejor que no lo hagamos nunca.

 

Nada nuevo bajo el sol con lo idea de ir a toda cita lo más en paz posible. Estar en paz para realizar, para preguntarnos, para reformular la vida misma y reconectar con nuestra propia voz interior, esa y no otra constituye la irrenunciable responsabilidad de todos en el acto mismo de decir que se está con vida. Vivimos para ser y hacer, para realizar, no para tener, no para acumular. Porque lo que se tiene, te detiene. En cambio lo que hacemos y también lo que no hacemos, nos confronta, nos exige posicionarnos y resolver, ya para reconfirmar lo hecho, lo mismo que para cuestionarlo.

 

Porque pasar el viaje de la vida, sin preguntarse si pudo haber sido todo distinto, significa no haberse siquiera preguntado jamás, si la vida que teníamos era verdaderamente la que alguna vez quisimos que fuera. Y hacer por hacer, no ha sido jamás una respuesta por la que valga la pena decir que se hizo lo suficiente. Que por qué lo digo; con el fin de la vida, no es a la muerte que se le llora, sino al súbito reconocer de todo lo que no se hizo y a la imposibilidad misma de remediarlo. Te das cuenta al instante la infinita pequeñez de la ambición humana y la inutilidad de convertir nuestro paso por la vida en una afrenta por el efímero reconocimiento de otros igual de anodinos que uno. Hoy estamos, mañana quien sabe.

 

Y sentimos –la vida– tan nuestra, como si nos perteneciera; sin advertir lo efímera que es, y lo fácil que se nos puede ir. Lo que es más, no vivir para hacer el bien, es como jamás haber nacido. Porque se puede estar con vida, sólo porque se está aquí, pero hasta que no se entiende el porqué de la singularidad que nos habita, es como estar virtualmente ciego a la vida misma. Es un hecho que para disfrutar del viaje, es preciso comprender los claroscuros del camino. Lo mismo hay momentos de reír, que de pensar, e instantes de goce, que de aprendizaje, pero sólo en la medida que entendemos que estamos en un viaje continuo que nunca se detiene ni repite de estación, es que comprendemos la franca estupidez de nuestros egos y sus claroscuros resultantes cuando dejamos que nos consuman las ganas de figurar.

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