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Ágora: ¿Qué es lo que realmente importa en una democracia?

  • Foto del escritor: Emanuel del Toro
    Emanuel del Toro
  • 24 feb
  • 5 Min. de lectura

¿Qué es lo que realmente importa en una democracia?

 

Por: Emanuel del Toro.

 

No sé los demás, pero yo creo que ya va siendo tiempo de pasar de lo liberador que puede ser denunciar públicamente, –en redes sociales y otros medios–, arbitrariedades y usos perversos de la autoridad por parte de políticos y funcionarios, a la utilidad de exigir que estas mismas querellas se resuelvan institucionalmente con efectos jurídicamente vinculantes; es decir con efectos legales punitivos. De otro modo, por mucho que se diga, –lo mismo para acusar que para defender–, será poco o nulo lo que se consiga en términos de resarcir el daño al interés de la ciudadanía cuando se abusa de la autoridad.

 

Lo digo así, para enfatizar que lejos de lo que el hoy discurso dominante pregona, el problema de nuestra democracia, siempre ha estado en lo que ocurre una vez que los ganadores de las elecciones se hacen con el poder, y no tanto en el modo en el que llegan quienes ganan; lo que no quita de decir que la práctica totalidad de quienes participan, lo hacen rebasando cualquier límite legalmente establecido, lo mismo da si se trata de dinero, publicidad o posicionamiento mediático. Sin embargo, el punto medular con nuestra muy doliente democracia, es lo que ocurre con quienes llegan al poder; porque para decirlo en corto, con un par de años en el poder, cualquier partido termina pareciéndose al viejo PRI.

 

La existencia de autoridades elegidas en tiempo y forma, que pese a llegar democráticamente al poder, abusen de su posición para enriquecerse y conseguir privilegios personales de todo tipo. Es una cuestión que no se va frenar, ni mucho menos a revertir o erradicar, –por más indignación que la situación genere–, hasta que no se haga clara y efectiva presión sobre los agentes responsables de los abusos de autoridad. Una inercia político-institucional que debe necesariamente atenderse, sin menoscabo de los colores partidistas y/o el nivel de gobierno a cuyo cargo esté la administración del Estado.

 

Ello hace necesario mucho más que rasgarnos las vestiduras y/o jugar a los denunciantes o disidentes en redes. Promoviendo la necesidad de legislar en la materia, para cerrar cualquier espacio de discrecionalidad y o complicidad entre las instancias responsables de vigilar el cabal cumplimiento de nuestros intereses como ciudadanos, frente a los numerosos poderes facticos que comprometen la posibilidad de construir una sociedad más equilibrada. Lo que va necesariamente, desde ventilar públicamente; hasta denunciar en tiempo y forma; y procesar jurídicamente; así como legislar, –superando nuestras diferencias–, con una idea común: democracia también es legalidad, transparencia y/o contención al ejercicio de autoridad, con el propósito de evitar excesos y/o arbitrariedades.

 

Para el caso de las propias autoridades, resolver o no este intrincado enmarañar de contubernios, complicidades y o discrecionalidades, con el que rutinariamente se asocia lo público, exige por principio de cuentas, dejar de ser juez y parte en todos y cada uno de los episodios de abuso de autoridad, y conflictos de interés, que ponen en entredicho la legitimidad de nuestras propias instancias de gobierno. De otro modo, si no se hiciere nada al respecto, mañana podríamos arrepentirnos, de hecho, diera la impresión de que cada vez son más los que considerando los numerosos excesos de nuestras autoridades que rutinariamente se ventilan, llegan a verse en la tentación de creer justificada la ejecución de soluciones fuera de los cauces institucionales.

 

Para decirlo claramente: Nunca será suficiente, –por más buena voluntad que tenga–, con establecer acuerdos nacionales, comisiones de la verdad y/o fiscales anticorrupción o cualquier otro tipo de arreglos pactados entre elites, para supeditar la imparcialidad de lo público. Si no se corrige antes las numerosas fallas estructurales que desde hace décadas arrastramos en la materia, como herencia de un sistema autoritario que desde siempre, cerró cualquier posibilidad de construir instituciones legales efectivas, bajo el ardid de que su éxito económico bien justificaba cualquier contrariedad en términos de legalidad.

 

De ahí que se decidiera sacrificar libertades políticas y garantías de legalidad efectiva, en aras de propiciar una redistribución económica que disminuyera los efectos perversos, que el paso del liberalismo republicano porfirista, dejara tras décadas de concentrar el poder. De hecho, tendrían que pasar décadas para ver cambios al respecto; primero con la implementación de mecanismos de representación proporcional que contrarrestaran la formación de gobiernos con lógicas de suma cero, donde los vencedores se lo llevaban todo, y los perdedores no tenían siquiera opción de hacerse oír; posteriormente, con una ampliación del sistema de partidos, que garantizó la pluralidad de posiciones ideológicas. Misma que devino –hacía el fin del Siglo XX–, en la creación de instancias independientes para la organización de las elecciones, así como en el establecimiento de condiciones presupuestarias más equilibradas para los partidos políticos.

 

¿Qué ha quedado pendiente entonces para que ninguna de estas medidas haya puesto fin a la trepidante discrecionalidad con la que históricamente se ha gobernado este país? Soy de la idea de que por importantes que hayan sido, ninguno de los cambios anteriormente señalados ha tocado el más acuciante de nuestros problemas públicos, a saber: El efecto que sobre una sociedad tiene que sus gobiernos puedan ejercer el poder sin restricción alguna. Y lo que es todavía peor o más preocupante, es que no se ve por dónde, o cómo es que los cambios electorales recientemente introducidos en lo que va de la llamada 4T, –cambios en el acceso al poder–, vayan a terminar de calar donde al menos en teoría se supone que mayor diferencia harían, es decir lo tocante al ejercicio del poder. 

 

Si buscamos que nuestra democracia mantenga una mínima posibilidad de seguir siendo considerada como tal, es necesario pensar y trabajar de lleno, sobre las implicaciones jurídico administrativas de la misma. Porque para lograr una democracia de calidad, no basta con garantizar la existencia de instituciones que nos permitan acceder de forma regular al poder, así sea a través de elecciones libres, justas y competitivas. Antes bien, se vuelve imperativo garantizar la imparcialidad de las instancias legales encargadas de regular el propio funcionamiento del Estado, de otra manera, por mucho que se elija libremente a quienes nos han de gobernar, difícilmente quienes accedan al poder tendrán razones para ejercer su autoridad sin abuso, a no ser que se les exija por medio de mecanismos jurídicamente vinculantes.

 


De últimas, resulta importante tener en claro que si nuestro papel como ciudadanos se valora, es necesario que salgamos de las coordenadas del disgusto y/o el encono ideológico maniqueo y ramplón, y entremos de lleno a las coordenadas de presionar con orden, unidad e inteligencia, para desencadenar cambios de fondo, que genuinamente reviertan los abusos de autoridad de los que tan airadamente todos se quejan diario. Porque será eso, o seguir como hasta ahora, simulando una cosa pero haciendo todo lo contrario, o no haciendo de plano nada. Y conformándose en el mejor de los casos, con escuchar como los gobiernos de turno se quejan de sus predecesores, al tiempo que se hacen de la vista gorda con los excesos cometidos por sus aliados y/o los de su propia trinchera.

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