Ágora: Reforma fiscal. Una medida impopular pero impostergable
Reforma fiscal. Una medida impopular pero impostergable.
Por: Emanuel del Toro.
Subir impuestos es siempre una medida controversial, que genera un problema cuyo costo político ningún gobierno quiere asumir. Sin embargo, no es menos cierto que existen momentos en los que no subir los impuestos, impone un costo político mayor. Ese y no otro, es el momento al que México está llegando, resulta impostergable incrementar la capacidad recaudatoria del país, sí o sí.
Al respecto, cabe considerar que el gobierno de Claudia Sheinbaum presentó para su primer año fiscal, un presupuesto de 9.3 billones de pesos, lo que significa casi un 3% más al del año anterior, pero aun así resulta un aumento por debajo de la inflación. Para el caso, eso significaría que el gobierno actual habrá de contar con casi la misma cantidad de recursos que el de su antecesor, pero con una carga de egresos que tiende a subir año con año, como resultado del pago de la deuda externa, como del aumento en el gasto social, –producto de la introducción de programas sociales–, así como del aumento de sus beneficiarios.
Un camino que no se puede ignorar, ya ha dado muestras de propiciar un desgaste a largo plazo difícil de sostener. Téngase en cuenta que en su último año, el gobierno de López Obrador se vio forzado a asumir un déficit fiscal nada aconsejable, Para decirlo en corto, no se puede gastar mucho más de lo que se ingresa, eso lo sabe cualquiera con dos dedos de frente, sin embargo, no es tan fácil hacer efectiva semejante lógica, cuando a un mismo tiempo la misma arrastra una connotación política. Gastar por anticipado puede funcionar, sí, de acuerdo. Pero funciona de forma por demás limitada, como no se introduzcan los cambios institucionales correspondientes para ello, es pues prioritario una reforma fiscal.
En tales condiciones, es por demás claro que el gobierno se encuentra obligado a disminuir el gasto y/o a mejorar sus ingresos ampliando las contribuciones que recibe. Otras vías como aumentar la deuda, emitir moneda o exportar hidrocarburos, no resultan viables, ni utilitariamente sostenibles en el tiempo, ya lo mismo por sus efectos colaterales sobre la estabilidad macroeconómica del país, como por el efecto sobre el bolsillo del común de las personas, que es donde mayor se siente la repercusión de tales ajustes.
De cualquier modo, por inconvenientes no ha de faltar. La cosa es que apostar por un gobierno que obligadamente decide gastar menos, cuando ya se viene de por sí seis años de recortes y adelgazamientos, promete debilitar áreas importantes que constituyen objetivos centrales de la llamada 4T; Cultura, Ciencia e Investigación y energías limpias, son rubros que tendrán en lo formal muchos menos recursos que de costumbre. Lo cual ya es de por sí lamentable, si se considera que tales temas ya vienen de una desatención persistente del gobierno, misma que aunque se esperaba lo contrario, no se corrigió nunca.
Para decirlo en corto, la insuficiencia de recursos impacta de forma significativa la intención del gobierno de convertirse en un motor de desarrollo nacional, sea por la vía de la inversión productiva directa, o mediante apoyos para generar proyectos de inversión privada; para el caso, está por demás decir que sobran los rubros sobre los que ocuparse: infraestructura de comunicaciones, agua, seguridad, energía y/o capacitación de mano de obra. No se puede predicar con las palabras lo que con los hechos no se sostiene, o se sostiene a duras penas.
A contracorriente de lo que acostumbra un gobierno “progresista” o que busca medidas de redistribución, López Obrador decidió no sólo no subir los impuestos, sino además utilizarlo como una bandera política, cual si con ello se intentara deslizar la idea de una pretendida superioridad moral de su gobierno, frente a los gobiernos que le precedieron. Una medida que si bien trajo buenos dividendos político-electorales, promete resultar mucho más complicada de sostener en la medida que el propio gobierno termine agotar su margen de maniobra dilapidando uno a uno, cada uno de los recursos disponibles.
¿Qué hacer en semejantes condiciones? La más obvia de las posibilidades es no hacer absolutamente nada, y continuar sencillamente como hasta ahora, postergando indefinidamente una necesaria reforma fiscal, limitándonos a gastar lo disponible de la forma más eficientemente posible. Eso es lo que hasta ahora se ha hecho, pero insisto, resulta un camino cuya idoneidad tiene sus días contados, porque los recursos disponibles siempre son limitados, no así las numerosas responsabilidades por cubrir, que no hacen sino incrementarse con el tiempo.
Otra posibilidad no menos compleja y/o problemática, –porque igual que con la primera estrategia, tiene sus días contados–, es la de hacer una especie de reforma limitada, utilizando para ello al máximo las atribuciones que ofrece el cambio de las misceláneas fiscales de cada año, con el objetivo de aumentar la base de contribuyentes, eliminando exenciones y/o extendiendo bases gravables, etc. Hay todavía mucha tela de donde cortar al respecto; para recordar es de tenerse en cuenta que en México la recaudación fiscal asciende apenas al 14% del PIB, muy por debajo al de países equivalentes en la OCDE, los cuales tienen en promedio una recaudación del 34% del PIB.
Por último quedaría la que resulta la estrategia más lógica y/o plausible, pero también la de mayor impacto político; esto es el inexorable camino de terminar aumentando los impuestos. Un costo cuyo impacto puede resultar un tanto marginal si se tiene en cuenta el férreo control que Morena ejerce sobre el Congreso y/o la totalidad de los niveles de gobierno. En tales condiciones, todo depende en buena medida de la solvencia o habilidad con la que el Ejecutivo en turno logre manejar la discusión de lo público. Queda pues por resolver cuáles de estos escenarios se termine materializando, pero una cosa es innegable: Sean o no medidas populares, la gran realidad es que urgen cambios, sí o sí.
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