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Ágora: ¿Regresión autoritaria?

¿Regresión autoritaria? Un comentario personal en torno al México pos López Obrador.

 

Por: Emanuel del Toro.

 

Hay no pocas razones para pensar que la Reforma Judicial aprobada la semana pasada termine por convertirse en la concreción de un viaje sin retorno a un régimen autoritario. La excesiva concentración de poder que ahora mismo exhibe Morena, así como el protagonismo grotesco de la figura presidencial que constantemente llama a la polarización como epicentro de la vida nacional, resulta un guiño tragicómico a los tiempos de la hegemonía priista de viejo cuño, en la que la totalidad de las decisiones se orquestaban según la voluntad del Ejecutivo.

 

          Lo que no quita de decir con claridad, que el Poder Judicial así como venía funcionando hasta la irrupción de la propia reforma, dejó siempre mucho que desear. Sin embargo, pulverizar la independencia que lo caracterizaba frente a las decisiones del Ejecutivo, como condición para mejorar la propia procuración de justicia, introduciendo para ello lógicas electoralistas que ponen en entredicho la profesionalización de los funcionarios encargados de ejercer la legalidad, y peor aún, hacerlo echando mano de acuerdos informales con actores de dudosa reputación política, como es que presuntamente se consiguió su aprobación.  

 

Si a ello sumamos la poca o nula capacidad que ha mostrado la propia oposición para comunicar a la opinión pública la necesidad y/o la utilidad de apostar a la moderación en el ejercicio del poder, –incapacidad que huelga decir, debe mucho al descrédito que ha cultivado con su pobreza de argumentos, como con el descontento social que dejó sus últimos gobiernos–, ha significado que ahora mismo el país se encuentre con un escenario que sin constituir la autocracia que pregonan los opositores más fatalistas, cada vez se parece menos a un régimen genuinamente democrático en el que lo que prevalece, además de la diversidad de posiciones, es una sana disposición para el dialogo.  

 

No es pues la primera vez que ocupo la presente columna, para ilustrar lo que ha sido una constante de polarización y avasallamiento discursivo por parte del gobierno de la llamada 4T, que a bien de decirlo como corresponde, se parece mucho más al viejo régimen priista del que tanto ha echado mano para capitalizar el descontento social con los pobres resultados de los gobiernos que le precedieron, que a la fuerza de cambio y progresismo que pregona ser.

 

Lo que no es ninguna casualidad, porque al empuje electoral con el que Morena y sus aliados se han ido posicionando como la primera fuerza política del país, se ha sumado una auténtica desbandada de todo tipo de cuadros y/o actores políticos de los propios partidos de oposición –en su mayoría del PRI–, que en aras de no quedarse fuera de la jugada política, como por su propio interés, –como ocurre con  quienes tienen cuentas pendientes con la justicia–. se han terminado sumando a Morena. Como se dice en la calle: Vivir fuera del presupuesto y/o del cobijo del poder estatal, no es vivir.  De ahí que Morena sea un constante hervidero de inercias políticas de las que pese que en lo discursivo reniega y jura combatir, hoy en día estén más vivas que nunca, cual si lo que se estuviera reeditando es un nuevo partido de Estado, en el que la última palabra la tiene siempre el señor Presidente.   

 

Para el caso, en Morena y sus aliados han terminado teniendo cabida, todos aquellos actores capaces de abjurar sin ningún disimulo de su pasado político. Lo que pocos o casi nadie se atreve a decir, es que semejante pragmatismo político para consolidar un partido capaz de generar grandes consensos sociales que se traduzcan en conquistas institucionales que en efecto reflejen los intereses de aquellos que en teoría llevaron al obradorismo al poder, se lo ha conseguido dándole la espalda a la posibilidad de formar cuadros políticos propios, como también a la necesidad de incluir nuevos actores que poco o nada tengan que ver con la herencia autoritaria priista.

 

Si a ello se suma la irrupción de actores como las del hijo del propio López Obrador, Andrés López Beltrán, que por designación habrá de terminar haciendo mancuerna con Luisa Maria Alcalde, para presidir la dirigencia nacional de Morena, se puede entender mucho mejor, por qué es que hay no pocas voces que miran con sumo escepticismo el derrotero político que está tomando hoy en día el país. México parece estarse encaminando a una suerte de regresión política lenta pero progresiva, a la que si bien, sus principales hacedores no terminan de mostrarnos todas sus cartas, si se presagia que cada vez exista menos espacio para la disidencia y/o las voces independientes.

 

Lo que de paso me hace preguntarme seriamente si, ¿la irrupción del hijo de López Obrador a una posición principal dentro de la política nacional, para presidir la dirigencia de Morena no será la antesala para garantizar en futuro la continuidad del proyecto morenista exclusivamente en manos de incondicionales y/o familiares del aún presidente de México? ¡Píensa mal y acertarás!  En política cualquier cosa puede pasar, y ello deja un muy mal sabor de boca, sobre todo si se considera que nuestro país cuenta con una larga tradición caudillista, en el que el peso de figuras políticas con un fuerte liderazgo personalista y carismático ha terminado socavando la regularidad de nuestras instituciones.  

 

Desde luego, quizá sea todavía muy pronto para llegar a dilucidar qué es lo que semejante movimiento significaría. Pero a juzgar por el modo en el que se están acomodando las condiciones, y lo complejo que luce el panorama con el inicio del sexenio de Claudia Sheinbaum, con una sociedad extremadamente polarizada, y una presidente que si bien ha dado visos de moderación y/o de querer conciliar posiciones frente a los sectores que la resiste, no termina de poder convencer a ese tercio de la población que decidió no votarla.

 

En tales condiciones, no sería de extrañar que López Obrador termine utilizando a su propio hijo para entronizarlo en la presidencia de cara a las elecciones de 2030, todo sea por conservar la titularidad de un movimiento que aunque se diga lo contrario, no sabe ser sin la mano de su creador. Después de todo, la idea de terminar dilapidando su capital político a manos de colaboradores que ya han dado muestras de quererse emancipar, seguro que no le hace ninguna gracia al propio López Obrador, por lo que no sería tan descabellada la idea de ir preparando el camino para que pasado el actual sexenio, fuera su hijo quien terminara de consolidar su proyecto personal.

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